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Romantización y pesimismo: la ola del cine ‘neorrural’ en España

La corriente de películas que regresan al pueblo o al mundo agrícola para explicar las crisis actuales de la sociedad española camina en la fina línea entre la idealización urbanita y el pesimismo generacional sobre el futuro del campo

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«Si poner el foco en lo rural se convierte en una tendencia, sería un éxito, porque significaría que estamos dándole visibilidad a espacios que nos interesan y a historias que necesitan ser contadas», dice Rocío Mesa, directora de Secaderos, película ambientada en la Vega de Granada y protagonizada por una adolescente y una niña durante un verano en la zona.

La película de Mesa, premiada en el Festival de San Sebastián o el SXSW de Austin, formaría parte de la ola del llamado ‘neorrural’, ese regreso al campo del cine independiente español que arrasa en premios y, de vez en cuando, en la taquilla. «Se han hecho centenas de películas policíacas, se pueden hacer decenas de películas sobre pueblos. Hemos visto en el cine a millares de hombres escapando de cárceles o retándose a tiros, podemos ver ahora a unas cuantas mujeres cosechando la tierra o conviviendo con animales».

A preguntas de Cine con Ñ, Mesa niega que exista «un subgénero ‘neorrural'» como tal, sino más bien «una tendencia artística generacional con un imaginario colectivo común». Secaderos se unirá este junio a una larga lista de películas de ficción encuadradas en dicha tendencia donde encontramos títulos como Destello bravío (2021), de Ainhoa Rodríguez; El lodo (2021), de Iñaki Sánchez-Arrieta; Rendir los machos (2021), de David Pantaleón; Tros (2021), de Pau Calpe; Suro (2022), de Mikel Gurrea; El agua (2022), de Elena López Riera; Matar cangrejos (2023), de Omar A. Razzak; o Tierra de nuestras madres (2023), de Liz Lobato, entre otras.

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Rocío Mesa en el rodaje de ‘Secaderos’. Foto: César Llerena

A la lista, por supuesto, habría que añadir las tres obras de esta cuerda que han tenido más éxito en los últimos tiempos: As bestas (2022), de Rodrigo Sorogoyen, gran triunfadora de los últimos Goya; Alcarràs (2022), de Carla Simón, ganadora del Oso de Oro en Berlín, y, menos vinculada a los problemas del campo, 20.000 especies de abejas (2023), de Estibaliz Urresola, actualmente en cartelera con buenos números y flamante favorita a la próxima temporada de premios con un Oso de Plata en Berlín o la Biznaga de Oro en Málaga. 

Se podría discutir si Lo que arde (2019), de Oliver Laxe (añadiendo a la ecuación todo lo que el Novo Cinema Galego ha aportado en este sentido), o Cerdita (2022), de Carlota Pereda, por citar dos, entran en un diálogo del que normalmente se deja fuera al cine género o las comedias —como Lo nunca visto (2021), Marina Seresesky—, y las series, con doble pecado para el El pueblo (2019-2023), de los hermanos Caballero, que trata los mismos temas que cualquiera de los títulos mencionados, pero filtrados por el astracán popular más desvergonzado.

Películas de la España Vaciada

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‘Los santos inocentes’ (1984), de Mario Camus.

El caldo de cultivo social o cultural de este fenómeno del cine español no es difícil de seguir, ya que la despoblación y la crisis del rural es un fenómeno común en Europa y el planeta, crisis económicas y ecológicas mediante. El bautismo de algunos conceptos llegó con el libro La España vacía (2016), de Sergio del Molino, aunque las protestas de la España vaciada, ya con el matiz de esa voz pasiva, no llegaron hasta 2019, el mismo año en que el partido Teruel Existe logró un escaño en el Congreso de los Diputados.

En 2020, pandemia mediante, se publicaría otro ensayo, Feria, de Ana Iris Simón, perspectiva más opinativa, testimonial y ¿conservadora?, pero también más ‘millennial’, ahora que dicha generación deja de ser joven, del mismo escenario. Por el camino, obras literarias como Panza de burro (2020), de Andrea Abreu; Vozdevieja (2019), de Elisa Victoria; Un amor (2020), de Sara Mesa —que está adaptando Isabel Coixet— o periodísticas como Los últimos. Voces de la Laponia española (2017), de Paco Cerdà, entre muchísimos otros, dieron vueltas sobre lo mismo. El ‘neorrural’ de nuestro cine no es un caso aislado, pero cabe preguntarse qué voces se reflejan en él y por qué. 

«En cada momento de la historia ha habido temas que han sido de mayor interés para la comunidad artística», insiste Mesa, que amplía el panorama cultural: «La música española lleva unos años experimentando con el folklore: Califato 3×4, Tarta Relena, Rocío Márquez y Bronquio,Tanxungueiras, Queralt Lahoz, Maestro Espada, Rosalía… y un larguísimo etcétera». En el caso del cine «cada autor tiene su sello personal y su mirada, que es lo que realmente hace que todas estas películas sean únicas. Quizás el hecho de que se desarrollen en un contexto rural no sea suficiente como para unirlas en un mismo grupo, porque todas ellas tratan temas diferentes en su esencia».

Aún así, este ‘neorrural’ se percibe como un acercamiento al campo o la España interior que ya no es el de Los santos inocentes (1984), de Mario Camus; El disputado voto del señor Cayo (1986), de Antonio Giménez Rico; o El espíritu de la colmena (1973), de Víctor Erice; aunque esta última en concreto sea a veces influencia explícita, sino preocupado por los problemas políticos y sociales de la actualidad y bañado por un filtro de autores y directores que exploran una mezcla de nostalgia por la infancia perdida, contraposición entre crisis recientes —expansión de las renovables, crisis de precios agrícola— y culpabilidad metropolitana y generacional. No se llega a la idealización absoluta, pero tampoco a la demonización costumbrista de lo que Las Reflexiones de Repronto bautizó como ‘el cabrón del campo’.

El tremendismo y el urbanismo

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‘El agua’ (2022), de Elena López Riera.

El periodista y crítico Santi Pagés, que ha dedicado varios artículos al cine sobre el rural previos a la oleada de 2020 a 2022, sí cree que podemos usar la etiqueta ‘neorrural’ para designar a esos títulos posteriores a la crisis de 2011 o la actual post-pandémica. «El cine español durante mucho tiempo vio al mundo rural como un universo atávico. Ahí está muy presente la influencia del tremendismo, el género literario surgido en la década de 1940 con Cela a la cabeza y La Familia de Pascual Duarte como estandarte». Llega hasta los 90 y alimenta «esa visión del campo como un mundo habitado por seres elementales, telúricos, ajenos a la racionalidad».

De esta manera «El agua habría sido imposible 15 años atrás precisamente porque quiere enmendar esa visión del campo como un universo de fuerzas primordiales. Por otro lado, hay una reivindicación de que es posible vivir y hacer cine en la periferia». En los últimos años «el cine rural se hace más intimista porque los cineastas lo utilizan para examinar su propia trayectoria vital», y «también porque está cambiando también, aunque poco a poco, quién hace cine en nuestro país».

Un posible análisis, un tanto simplificador pero no del todo falso, sería decir que en las películas dirigidas o escritas por mujeres hay más optimismo antropológico y sensibilidad por temas como los cuidados o la diversidad en estos contextos —20.000 especies de abejas es el culmen, pero también se ve en Destello bravío, Alcarràs, El agua o Secaderos—, mientras que las dirigidas por hombres, sin ignorar del todo dichos aspectos, son mucho más pesimistas —As bestas en cabeza seguida de Suro o la mucho más anodina El lodo—, con excepciones como Rendir los machos, que usa el ‘neorrural’ para una deconstrucción desde la ternura de la masculinidad tradicional.

El género y el número

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‘Los saldos’ (2022), de Raúl Capdevila.

No muy lejos les queda Raúl Capdevila, director de Los saldos, documental narrado con las armas del wéstern estrenado en el pasado Festival de Sevilla y en el que el joven cineasta viene a narrar un año en la granja de cerdos familiar en la que trabaja con su padre mientras espera una oportunidad. Nos explica que «ya desde la carrera siempre que podía filmaba mi realidad más inmediata, y en casa todo el tema del presente y futuro del campo es un tema recurrente en nuestras conversaciones». Entre 2019 y 2021 rodó en Binéfar, provincia de Huesca, no demasiado lejos de Alcarràs, provincia de Lleida.

«Ante la ola de literatura sobre la España vaciada, creía que había algo que no se estaba contando del todo bien», dice Capdevila, que ha hecho una película de no ficción que podría acercarse más a propuestas como Meseta (2019) o la reciente O auto das ánimas (2023). El director, de hecho, se plantea negar la mayor: «¿Sigue siendo posible hablar de rural y ruralidad, o ya solo de lógicas de centro y periferia? Quería problematizar el propio concepto de rural o neorrural. No sé si, de hecho, si este último existe un intento romántico desesperado de buscar ciertas trazas vivas de algo ya se ha perdido».

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‘As bestas’ (2022), de Rodrigo Sorogoyen

El aragonés subraya otra clave presente en el mismo cine de Rocío Mesa y que señalaba antes Santi Pagés: la «descentralización», pero de verdad. El rural de otras épocas se ha centrado, al menos desde la ficción, en Castilla o Extremadura con Galicia o Andalucía más secundarias, o en cierta deslocalización en la que los pueblos podían ser «cualquier pueblo». El ‘neorrural’ opta por la individualización de espacios singulares y la exploración de zonas normalmente abandonadas por nuestro cine, como ese Aragón interior o las Islas Canarias alejadas del tópico turístico.

Lo mismo para la hibridación con otros géneros, muy patente en Cerdita, aunque se suela identificar el neorrural con cierto tipo de drama naturalista. Si en Secaderos hay ecos del cine de Hayao Miyazaki y se explora la maduración de niñas en ese entorno en crisis, pero amable, en Los saldos la presentación de la narrativa propone una posible rebelión, al estilo héroe del viejo wéstern, del ganadero protagonista, el padre del propio Capdevila, que finalmente se ve truncada: vende sus cerdos a la gran multinacional, como acaba sucediendo en la vida real. Es un final igual de pesimista que el de Alcarràs, aunque rodado con formas mucho más secas, menos amable con el espectador.

Pagés, por cierto, tiene un recuerdo para ese cine tremendista ya imposible, con casos como el de As bestas, que en otras épocas o en otras manos habría caído en la criminalización del rural. Con Cerdita en el horizonte, concluye: «Ojalá el audiovisual patrio vuelva al slasher agricola y dé más cancha a la fecunda literatura criminal que se produce en nuestro país ambientada en zonas rurales». Es decir, a tratar el espacio igual de bien e igual de mal que ha tratado normalmente a las ciudades.

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