La película de Carla Simón hace fácil lo difícil en este acercamiento a la familia como espacio para reconstruir el futuro
Alcarràs: La gran película que planta semilla colectiva

Alcarràs se abre con el paisaje de un campo abierto, con unas plantaciones. Tres niños se divierten dentro un coche abandonado, imaginando una nueva aventura. Pero el mundo desesperado de los adultos interrumpe el juego: en el interior de la finca, los mayores de la familia Solé se hacen a la idea de que no podrán mantener las tierras donde cultivan sus melocotones. Sin documentos que hagan legal el pacto verbal de cesión de los terrenos que hizo el abuelo, el terrateniente les echará para montar ahí paneles solares, que sí son rentables para explotar la tierra. Este verano es el de la última cosecha.
Un planteamiento introductorio en tres secuencias que resuelve rápidamente el argumento principal de la película. El resto de los 120 minutos de Alcarràs son el camino veraniego hacia ese final anunciado demasiado pronto, que parece inevitable pero que nadie quiere aceptar. El segundo largo de Carla Simón (Verano 1993) se acerca a los Solé durante estos meses agónicos. El abismo se abre bajo los mismos pies de cada uno de ellos, que viven este crepúsculo a partir de su propia experiencia y rol en el clan: hay quien se evade por decisión o por no poder comprender, quien se enfada y quien mantiene la calma, quien busca salidas y quien mantiene lealtad ciega, quien se preocupa y también quien se arrepiente.
Colocándolas por delante y por detrás, en un lado y en otro, la película suma todas estas perspectivas individuales y las une con el hilo invisible del vínculo familiar. Está ahí la última barrera ante un sistema económico que los devora porque ya los da por perdidos. Es dentro ese espacio reducido, descorazonador pero cálido porque se comparte con los tuyos, donde te mete Alcarràs casi sin que te des cuenta. Y lo hace no para construir un muro de simple resistencia, casi de reacción, sino para plantar una semilla sobre qué futuro queremos construir juntos para hacerlo menos amenazador.
Hacer fácil lo difícil en Alcarràs

Por decirlo rápido: Alcarràs es una gran película, un peliculón, una maravilla. La histórica ganadora del Oso de Oro de Berlín era lo que necesitaba el cine de autor español, el cine español y el cine en general y no lo sabíamos, que es ese sentimiento de revelación que generan las películas que dejan marca para siempre. Carla Simón ha unido un cine profundamente personal y sereno, de observación naturalista de personajes y emociones, con varias capas que laten por debajo y que nos interpelan también como espectadores en conjunto. Sin más explicación que la de la dificultad de la propia vida, habla de la crisis de la agricultura tradicional por precios insostenibles o el coste de la transición verde sin cambios de equilibrio reales.
La película de Carla Simón hace muy fácil lo que ni siquiera habíamos pensado que se pudiera hacer, hablándonos de forma muy directa a todos desde un profundo humanismo, particular, cotidiano y sin filtros calculados. No hay separación entre discursos porque son todos el mismo, al mismo tiempo. Así es como emociona una canción cantada más por comunión que por conocimiento y como duele una bofetada soltada más por preocupación que por enfado. Es una película que se vive porque se explica desde lo pequeño y lo directo. No hay carga dramática añadida o un lenguaje cinematográfico invasivo, lo que pronto le traerá los “no es para tanto” inmerecidos.
Con mucha cámara en mano que casi ni se nota y tomándose su tiempo para encuadrar juntos o por separado a los personajes, Alcarràs también enmienda el esquema por el cual el cine de autor europeo se estaría alejando del público haciendo ficción a partir de biografías ensimismadas o explorando emociones de personas que viven fuera de la realidad de la gente corriente. Aquí hay una película con un concepto muy personal del lenguaje cinematográfico que mira de frente a los problemas de las personas que viven de la tierra sin despegarse de sus personajes. Sin metáforas complicadas, sin idealizaciones, sin conceptos intelectualizados, sin descubrimientos personales que no sean los nuestros.
De veranos importantes

Aunque tiene muchas cosas en común con Verano 1993 -en su maravilloso acercamiento a la psicología infantil, por ejemplo-, Alcarràs es más ambiciosa y respira más cosas que aquella primera película, muy buena pero de perspectiva única. De hecho, por buscar continuidades, la película rima más con una película espontánea y hecha a dos manos como Correspondencia, el cortometraje que hicieron por carta la propia Simón y la chilena Dominga Sotomayor. Aquí ya está la idea de que nuestras vidas, nuestros planes, están atravesadas de alguna manera por el contexto socioeconómico y, al final, siempre político que vivimos.
Necesitamos, como ya pasó en 2020 con El año del descubrimiento, de películas que se perciban, por ellas mismas y por las personas que las ven, como importantes. Buscamos desesperadamente que el cine nos de la sensación de que todavía importa, en un momento que la imagen cinematográfica sigue perdiendo relevancia social y cultural en la escala fluida que marca el mundo digital. Alcarràs nos acerca, desde lo hiperlocal y con sus actores anónimos, a ese espacio donde el cine parece que sí toca la vida, que, aunque de miedo, la tenemos que reconstruir entre todos. Y qué hay más importante que eso.
La puedes ver online en
Imágenes: Alcarràs – Avalon (Montaje de portada: Cine con Ñ)
