Desde que Joaquín Romero Marchent estrenase ‘El Coyote’ en 1955 hasta la reciente ‘Sin huellas’, pasando por ‘800 balas’, el cine y las series españolas han recogido la tradición de las películas del Oeste reinterpretándola según sus necesidades expresivas e históricas
Extraña forma de wéstern: cuando el cine español probó con el género más norteamericano de todos

Este viernes 26 llega a los cines Extraña forma de vida, el nuevo cortometraje de Pedro Almodóvar. La película del manchego con Ethan Hawke y Pedro Pascal es un indisimulado wéstern, con el apellido ‘queer’ por tratar la historia de amor de dos hombres. Es, por tanto, un homenaje y a la vez reimaginación de Almodóvar del gran género cinematográfico nacido en Estados Unidos, haciendo suyos los códigos y los motivos masculinos de las películas del Oeste, con sus vaqueros con sombrero, sus sheriffs, sus caballos y sus duelos a pistola por el desierto.
Esta deconstrucción cinéfila del wéstern lleva implícitos unos referentes que Almodóvar lleva al melodrama gay. En los pocos minutos de Extraña forma de vida hay un recorrido por la historia del género, que va desde los clásicos de Raoul Walsh o John Ford hasta las reinvenciones y reciclajes del cine moderno y spaghetti wéstern de Sam Peckinpah o Sergio Leone. De hecho, Extraña forma de vida se ha rodado en el desierto de Tabernas, Almería, espacio donde se localizaron muchísimas películas de la época dorada del “chorizo wéstern”, en los años 60 y 70.
El estreno de Extraña forma de vida, con su reflexión sobre el wéstern y sus arquetipos, es una oportunidad para echar la vista atrás y ver cómo se ha desarrollado el género en España. Desde el primer contacto en los años 50 vía Hollywood, pasando por la explosión y explotación europea del wéstern en nuestros paisajes, hasta llegar a los cineastas españoles aún en activo que, de una forma u otra, han usado esos mismos imaginarios que Almodóvar.
El auge del ‘chorizo wéstern‘

La relación de España con el wéstern nace con el gran desembarco del cine hollywoodiense en nuestras salas en los 50. El franquismo aceptaba —es más, fomentaba que el país se convirtiera en su plató— el gran impacto cultural del cine de Estados Unidos en Europa. La “colonización del cine” incluía las películas de indios y vaqueros, algo que provocó nuestros propios explotation, que empezaron en la novela popular y luego saltaron al cine, primero como mera imitación, más tarde como productos derivativos de serie B y finalmente como parodia.
Marcial Lafuente Estefanía, José Mallorquí o Francisco González Ledesma y sus múltiples pseudónimos —el más conocido fue Silver Kane, pero también Taylor Nummy y Silvia Valdemar— abrieron la puerta al cine de los hermanos Romero Marchent. El Coyote (1955) y La justicia de El Coyote (1955), dirigidas por Joaquín Romero Marchent y basadas en la obra de Mallorquí, son considerados los primeros wéstern españoles.
Su éxito permitió al mayor de los Romero Marchent fundar Centauro Films y rodar las que posteriormente se han considerado sus obras maestras dentro del género: El sabor de la venganza (1963), Antes llega la muerte (1964), La muerte cumple condena (1966) y la final Condenados a vivir (1972). Son wésterns de corte clásico, que varían en su consciencia de producto de explotación, considerados precedentes del spaghetti wéstern pero ejecutadas con una mano solvente e inteligente. En la misma línea de la serie B respetando la narrativa clasicista estará uno de los mejores títulos de su hermano, ¿Quién grita venganza? (1968), de Rafael Moreno Marchent.

También hay que destacar las cuatro cintas que firma en aquellos años Eugenio Martín: El precio de un hombre (1966), Réquiem para el gringo (1968), El hombre de Río Malo (1971) y El desafío de Pancho Villa (1972), con menos repercusión que sus posteriores incursiones en el terror pero un sentido del humor autoparódico ya presente sin dejar de respetar los códigos grandilocuentes que se seguían exigiendo al género .A Martín y a los hermanos Marchent se podrían sumar como especialistas españoles en el género a Juan Bosch, José Luis Merino o a los otros hermanos del wéstern estatal: Alfonso y Jaime Jesús Balcázar, que con su propia productora y estudios de rodaje rodaron un buen puñado de ellos.
El resto de directores españoles que hicieron películas del Oeste lo hicieron de forma más puntual o oportunista: Ignacio F. Iquino (Oeste Nevada Joe, Cinco pistolas de Texas), José Antonio de la Loma (El más fabuloso golpe del Far-West, ¿Por qué seguir matando?), Julio Buchs (El hombre que mató a Billy El Niño, Mestizo) o cineastas que luego serían muy conocidos en otras lides consideradas más prestigiosas, como José Luis Borau (Brandy), Mario Camus (La cólera del viento) e incluso con el Carlos Saura de Llanto por un bandido (1964) —coescrita con Camus—, que fue uno de los ejemplos más afortunados del cine de bandoleros del que hablaremos más adelante.
La parodia, la metaficción y el poscrepúsculo

Tras el silencio del cine de género (en general) en los 80, los 90 y 2000 dieron algunos clásicos del wéstern español, singulares por diferentes motivos. En una época que vivía cierta renovación del cine del Oeste, envuelto en un halo de prestigio nostálgico gracias a Bailando con lobos (1990) o Sin perdón (1992), se estrenó La vuelta de El Coyote (1997), intento fallido de resucitar la mítica saga de la mano del mismísimo Mario Camus y con José Coronado, entonces popular guaperas televisivo, como protagonista. El resultado fue demasiado acartonado, demasiado deudor de las versiones de serie B recientes entonces de El Zorro, y pasó por salas sin pena ni gloria.
Un poco anterior es Aquí llega Condemor, el pecador de la pradera (1996), dirigida por un Álvaro Saénz de Heredia y protagonizada por el mismísimo Chiquito de la Calzada, aprovechando las referencias a Bonanza de su jerga particular. El humorista hace pareja cómica y de pistoleros con Bigote Arrocet en una gamberrada sin complejos que recuerda en su espíritu libérrimo al explotation de 20 años antes.
El homenaje explícito a una forma de hacer y entender el cine popular más recordado es 800 balas (2002), de Álex de la Iglesia, protagonizada por personajes que son actores y especialistas del MiniHollywood de Almería y con el mismísimo Sancho Gracia, es decir, Curro Jiménez, en el papel protagonista. De la Iglesia se lo pasa en grande con referencias explícitas a Leone y toda la pirotecnia que le permitía el presupuesto, demostrando que era posible construir un discurso meta sobre el género sin dejar de tomárselo en serio y respetar la épica y dignidad de sus héroes.
En los 2000, el wéstern siguió su camino con la serie Deadwood (2004-2006) como referente visual más influyente y con la clave crepuscular que planteaba Sin perdón por bandera. Ahí están las agónicas Open Range (2003), Ned Kelly, comienza la leyenda (2006), El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford (2007), Appaloosa (2008)… y la española Blackthorn. Sin destino (2009). La película de Mateo Gil es una reimaginación del mito de Butch Cassidy y Sundance Kid sumergido en los parajes de Bolivia.
Wéstern de aquí y con otro nombre

Es más interesante la influencia digamos, diluida, del wéstern fuera del propio wéstern. Es decir, las películas o series con temas, estructura o narración de “película del Oeste” pero que no se sitúan, ni espacial ni cronológicamente, en sus coordenadas habituales sino “españolizadas”. Además del uso del contexto de la Guerra Civil, que llega a películas como Sordo (2018), la influencia más innegable está en el cine de bandoleros, cuya temática y claves no estaban tan alejadas de partida, y que culminan en el sano cachondeo de Curro Jiménez (1976-1978), que ya se sabe parodia y homenaje a todo el eurowéstern de los 60 sin ningún complejo.
El ejemplo reciente más notorio del bandolerismo filtrado en wéstern es otra serie, Libertad (2021), con plano final homenaje a Centauros del desierto (John Ford, 1956) incluido, y un personaje presuntamente encarnado por Isak Ferriz, El Aceituno, que es un vaquero, en su caso bandolero, abiertamente homosexual. La filmografía de Enrique Urbizu en sí misma es casi una colección de wésterns cañís pasados por el tamiz de la comedia negra, en parte porque adapta novelas o guiones de otro amante del género de su misma generación y con referentes parecidos, el novelista Arturo Pérez-Reverte.
Todo por la pasta (1991), Cachito (1996), La caja 507 (2002) y No habrá paz para los malvados (2011) son wésterns protagonizados por héroes solitarios o antihéroes con escasos escrúpulos, enfrentados a dilemas morales que hablan de la diferencia entre la ley y la justicia y en cuyos momentos de violencia —o, directamente, duelos— se aprecia la influencia tanto del género clásico como del eurowestern nostálgico posterior. La filmografía de Urbizu es el ejemplo español más claro del arquetipo del cineasta con gran cultura cinematográfica que ha hecho una incorporación transversal a los leitmotivs visuales y tonales del género. A lo Tarantino.
Las series, los documentales, los dólares y las pistolas

La última aportación española del wéstern diluido en algo que se supone que no es wéstern la presenta el reciente éxito de Sin huellas (2023). Vendida como un ‘paella wéstern’ con referencias explícitas a Sergio Leone, la serie de Prime Video creada por Carlos de Pando y Sara Antuña, con sus duelos al sol, sus paisajes que se tragan a los personajes y dos heroínas huyendo a la desesperada y haciendo justicia a su manera particular, viene a ser una de estas nuevas series del oeste que subrayan la diversidad, el estilo de Godless (2017) o The English (2022), pero con un enfoque más cómico y disfrutón y gitanas y migrantes sin papeles tomando el papel de “los indios”.
Claro que los clichés visuales del wéstern, especialmente los de la traducción del clásico al eurowéstern, impregnan de tal manera el imaginario audiovisual que se pueden encontrar por todas partes. Por ejemplo, Marc Vigil tiene claro en sus episodios de El Ministerio del Tiempo (2015-2020) que su Alonso de Entrerríos es un hombre con valores fuera de su tiempo, es decir, un cowboy. O los personajes de La casa de papel (2017-2021) caminan hacia su muerte o a encarar a sus enemigos como un sheriff solo ante el peligro. Y pueden ser guiños inconscientes.

Mención aparte a la no ficción, con tres representantes recientes que homenajean y usan el género en su discurso. Está la épica historia cinéfila de Desenterrando Sad Hill (2018), con el empeño de recuperar el cementerio de El bueno, el feo y el malo (1966), pero también la de Kuartk Valley (2021) y la del primer wéstern vasco, Algo más que morir (2014). Dos historias que sintetizan todo lo que de valor social y comunal puede haber en la pasión por el género, usando sus técnicas. Por último habría que hablar de Los saldos (2022), donde el cine del Oeste está presente en las formas para jugar con el espectador y sus expectativas a la hora de reflejar la crisis del mundo rural.
Una flexibilidad del wéstern y de la capacidad de los cineastas españoles para utilizarlo según sus necesidades expresivas que demuestra que en la narración y el arte no existen los compartimentos estancos. En un momento de auge del audiovisual y flexibilidad de los formatos y los géneros que permite que incluso un director tan personal como Pedro Almodóvar estrene un mediometraje en Cannes sobre un sheriff y un ranchero que se desean, podemos decir que al final resultó que no, que este pueblo no era demasiado pequeño para los dos.
Imagen de portada: Extraña forma de vida (2023), de Pedro Almodóvar
