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10 años sin el cateto a babor: por qué echamos de menos a Alfredo Landa

El único actor español que le ha dado nombre a un subgénero cinematográfico y que destacó en todos los registros, encarnación de una versión ingenua e idealizada del Sancho Panza universal

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Un 9 de mayo de 2013 España decía adiós a Alfredo Landa, el único actor español que ha definido un subgénero cinematográfico. Más de 100 películas y 60 años de carrera en la interpretación entre teatro, cine y televisión que lo convirtieron en un icono difícil de igualar: alguien a quien muchas personas que nunca se lo habían cruzado por la calle sentían que conocían un poco, que formaba parte de sus vidas, de una forma u otra. Alguien que se parecía a ellos y que, de alguna forma, con sus papeles, los representaba, en el sentido más amplio de la palabra.

Nuestro cine estuvo siempre lleno de actores que encarnaron al «español medio»: Tony Leblanc fue el caradura con encanto que se buscaba las habichuelas de la posguerra, José Luis López Vázquez el currito de clase media aspiracional que intentaba trepar socialmente en el desarrollismo y José Sacristán el joven de ideas modernas que se abría paso en el tardofranquismo… pero Alfredo Landa fue todos ellos y algo más: hacía de bueno, hasta cuando hacía de malo.

Fue una imagen cocida a fuego lento durante los 60 y de manera completamente involuntaria por parte del actor. Mientras los personajes de Paco Martínez Soria eran mucho más rijosos y los de Leblanc, López Vázquez o Sacristán mucho más resabiados o rastrerillos, los landistas conservaban un punto de ingenuidad que hablaba más de cómo a la sociedad española de la época le habría gustado verse que de cómo se veía de verdad. Gente un poco básica e ignorante de muchas cosas que había ahí fuera, pero en el fondo buena, que lo que era eso de ligar muy claro no lo tenían.

Landa se ríe del landismo

Alfredo Landa
Nadiuska y Alfredo Landa en’Manolo, la nuit’ (1973), de Mariano Ozores.

Este análisis tiene mucho de a posterior, claro, pues a partir de los 80, cuando Alfredo Landa consigue darle el giro que siempre quiso a su carrera y poder elegir entre drama, comedia, tragedia o lo que hiciese falta, sus apariciones landistas se vuelven autoconscientes. Si su cameo en Los Serrano, tan tarde como en 2003, era una especie de autoparodia, no lo fue menos el gasolinero nostálgico del franquismo y sin embargo buena persona de Lleno por favor (1993) o, incluso, que Manuel Gutiérrez Aragón lo eligiese para interpretar a Sancho en El Quijote de Miguel de Cervantes (1991).

En Las Leandras (1969), cuando Rocío Dúrcal se saltaba la cuarta pared para explicar la obra al público, presentaba a Alfredo Landa como «el galán cómico», que era un poco como se sentían otros catetos a babor cuando andaban detrás de la chica del pueblo que les hacía gracia. Por eso José Luis Garci, cuando tuvo que pensar en cómo presentar a su Germán Areta en El crack (1981) lo hizo desde lo cotidiano. Y por eso Juan Antonio Bardem solo podía rodar El puente (1977) con él, y solo con él, como protagonista.

La ternura familiar de esa idea consiguió superar incluso la mala imagen asociada al landismo, que también tenía que ver esa generación de españoles que quería independizarse del discurso autoindulgente del franquismo. Que se renegase del landismo —e incluso en 2008, con la publicación de sus memorias, hubiese titulares de prensa que lo relacionasen con camas redondas— pero se adorase a un Landa que en los 80 y 90 se hartó de recoger premios explica muy bien esa neurosis, que tan bien parodió Mariano Ozores, la de querer ser «moderno» a costa de todo.

El lado oscuro de Alfredo Landa

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Alfredo Landa en ‘Los santos inocentes’ (1984), de Mario Camus.

Manolo la Nuit, Germán Areta, Pepe el de Alemania, Malvís el bandido o el Brigada Castro. También «Sinatra» o Joaquín, ese pastor casi analfabeto que cree que le ha salvado la vida al mismísimo Federico García Lorca en La luz prodigiosa (2003), de Miguel Hermoso, y que se paseaba por los cines, sí, al mismo tiempo que él aparecía en Los Serrano haciendo de torero retirado y estafador a tiempo parcial. Un actor todoterreno, pero también un icono que directores y guionistas sabían administrar.

Poco importa que el Alfredo Landa real fuese una persona normal, pero normal de verdad, y tuviese su ego de actor o sus tropiezos con aquel o el otro. El Landa idealizado, como el españolito mito idealizado, se sabe eso, una aspiración indulgente pero perdonable, la de unas personas y un país que esperan conservar la ingenuidad propia de la bondad, aún cuando a veces puedan portarse mal. La sencillez de un Sancho Panza que no siempre comprende lo que pasa con su señor, pero tiene su propia sabiduría y entiende el concepto de justicia.

Así que es posible que, una vez más, un artículo sobre Alfredo Landa no hable, ni media coma, de Alfredo Landa, sino de echar de menos un pasado que no se conoció y por eso mismo se eleva. La reconfortante idea de que alguna vez pudimos ser así de buenos y así de puros, como el recluta Miguel Cañete ofreciendo sus córneas en Cateto a babor (1970), aunque sepamos que esa imagen ocultaba a Paco el Bajo haciendo de perro de caza para el señorito en Los santos inocentes (1981).

Imagen de portada: José Gálvez y Alfredo Landa en Cateto a babor (Ramón Fernández, 1969)
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