La serie de los hermanos Caballero se atreve con todos los temas de la España vaciada desde el humor cafre, sin mojarse y sin juicios morales ni paternalismos
El pueblo, en su temporada 3, nos cuenta cómo los habitantes de Peñafría intentan una vez más resucitar el municipio ante la amenaza de anexión de sus vecinos de San Pedro, toda una metrópoli que ya pasa de los 600 habitantes. Por una parte el nuevo hotel rural y por otra un proyecto de aerogeneradores en el término municipal pueden cambiarle la cara a la economía del pueblo, pero la obsesión de sus vecinos sigue siendo atraer gente joven que quiera tener hijos y conseguir, por fin, un peñafriense de cuna después de muchas décadas.
Ustedes, yo, Rodrigo Sorogoyen, Ana Iris Simón y esa buena gente de la Moncloa, benditos sean, pegándonos cabezazos contra la pared a ver qué próximo producto cultural retrata las vicisitudes sociopolíticas de los españoles y las españolas, y llegan los hermanos Caballero y lo hacen todo en media temporada de El pueblo, que encima Prime Video estrena así como con vergüenza, de tapadillo, sin promoción ni nada. Esta serie no es políticamente incorrecta, eso es de pijos de ciudad. Esta serie es políticamente impepinable.
El pueblo sigue siendo una comedia de un humor a medio camino entre el absurdo del astracán y la crítica social suave, un estilo a La que se avecina pero con una revolución menos en lo hiperbólico de las situaciones y un punto de elaboración más en lo realista de las tramas. La capacidad de disfrutar con ella dependerá en parte de lo que uno conecte precisamente con ese humor tan particular y tan ibérico, a medio camino entre ridiculizar constantemente a sus personajes y quererlos con locura.
Crítica de El pueblo, temporada 3, con los spoilers justitos, una miaja na más

En serio, es que no se dejan ni un tema por tocar. Proyectos de renovables extractivistas con los que se especula y en los que se intenta estafar a los lugareños, hoteles rurales sin capacidad de promoción en internet para tener un mínimo de negocio, pijos de ciudad adictos al trabajo que se creen que todo el monte es orégano, un par de generación Z flipados y más perdidos que el barco de arroz queriendo deconstruir a señoros salidos de las escenas eliminadas de Puerto Hurraco…
Que la comedia es el único género en España con permiso para desparramar y barra libre para tocar a lo burro pero con más colmillo que el Conde Drácula todos los temas políticos habidos y por haber lo confirman series como El pueblo. Encima destinada a emitirse en la plataforma más anodina de todas en sus contenidos, Prime Video, y la cadena en abierto más conservadora en todos los sentidos posibles de la palabra, TeleCinco. Y resulta que tiene más vista para la actualidad y más mala leche que 20 thrillers de Netflix y cualquier comedia supermoderna de Movistar+.
Odiosas comparaciones aparte, El pueblo mantiene un humor con lo justo de cafre y lo justo de tierno para que se pueda seguir sin sobresaltos y un municipio que, exagerado en sus virtudes y defectos, resulta más o menos reconocible. Quizás en su voluntad kamikaze de navegar entre todos los fregados esté su virtud: como ni toma posiciones ni le interesan, solo quiere exprimir de cada situación su potencial cómico, es imposible que deje de entretener o que ofenda ni siquiera sin querer.
Voy camino a Soria

¿Políticamente impepinable por qué? Porque la serie se cuida mucho de juzgar lo que cuenta, a pesar de que en general casi todos sus personajes tienen tanto de buenas personas como de un poco miserables, al estilo de la mejor comedia clásica. Si Nacho (Daniel Pérez Prada) se monta un pequeño Wall Street y poco menos que estafa a Arsacio (Vicente Gil) o al cura, lo que se presenta como gracioso son los enredos que deberá acometer para disimular que ha perdido el dinero, pero no se señalan sus tejemanejes.
El único payaso más o menos serio sigue siendo el personaje de Laura (Ruth Díaz), ahora gerente del recién estrenado hotel rural y que debe lidiar con los chanchullos de Juanjo (Carlos Areces) y las inconsciencias del resto de vecinos. Pero la mayor parte del tiempo no hay más filtro que indique «lo sensato» frente a determinadas soluciones de bombero que el que tenga el propio espectador. Tan solo se censura cuando algún personaje, nuevo o externo, se ríe de detalles como el alcalde considere un hito para Peñafría cuando un vecino participó en El precio justo en 1988.
El pueblo, en fin, es una comedia que quizás no va a revolucionar para siempre nuestras vidas, pero sí un producto entretenido, que se disfruta en automático como algunas de sus series prima-hermanas, y que tiene la virtud de que se zambulle en la cosa esa de la España vaciada y todas sus aristas polarizantes sin ningún miedo ni ningún paternalismo. Si algo bueno se puede decir de esta serie, en fin, es que retrata a todos sus personajes por igual, sean de campo o de ciudad: como una panda de entrañables imbéciles. Es decir, como la vida misma.
Imágenes: Fotogramas de El pueblo – Mediaset/Prime Video
