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White Lines: Sabías a lo que venías

Tres cosas buenas y una mala de la nueva serie de Netflix.

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White Lines cuenta la historia de Zoe Walker, una británica que investiga la muerte en Ibiza más de 20 años antes de su hermano Axel, un conocido DJ que había ganado millones gracias a la música techno. Los principales sospechosos serán los antiguos amigos de Axel y la familia Calafat, un clan de especuladores inmobiliarios con mano en el negocio de la droga y sus propios dramas internos.

Es una serie bien hecha, que da lo que promete. Es entretenida, a base de una estructura que juega a muñeca rusa de flashbacks para administrar la información sobre las decisiones de los personajes, y mantiene la tensión a pesar de que algún capítulo flojee -pero esto puede ser culpa del ritmo Netflix en cuarentena y habrían ganado vistos semana a semana-. Los escenarios escogidos para espectacularizar Ibiza son preciososaunque no sean Ibiza-, el reparto es bueno, etc. Está todo muy bien, pero es que el socio de Vancouver es Left Bank, la productora de The Crown. O sea. Con estas dos por medio, es como el nivel producción mínimo que les pedimos.

Pero si lo dejo aquí me he abierto el botellín de Cruzcampo para nada. Así que vamos a analizar tres cosas buenas y una regular de White Lines.

Atención: Spoilers. Gordísimos. Voy a desvelar, en el último punto, quién mata a Axel, y por el camino se explican algunos giros de guión.

 

El Estilo Vancouver

Conviene no abusar de la coletilla “del director/productor/guionista de X” porque detrás de cada serie siempre hay docenas de personas. Solo este mes y en esta santa casa el que suscribe ha reseñado dos series de responsables creativos de La Casa de Papel, y son planetas tan diferentes como El último show y esta White Lines. Sin embargo, la primera no era una producción de la propia Vancouver y esta sí lo es, además a partir de una idea original del fundador de la empresa, Álex Pina.

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¿Se puede hablar de ‘Estilo Vancouver’? Pues mire, es que apenas se pueden comparar tres series, El Embarcadero, La Casa de Papel y la presente White Lines. Y La casa de papel es un monstruo de tales dimensiones que se come todo lo demás. Pero venga, vamos a jugar a los críticos subiditos -aunque lo voy a hacer con Cruzcampo y no metiéndome dos rayas, como pediría el contexto-: apariencia de thriller, subtramas de culebrón, gente que está muy buena haciendo cosas muy locas y un mensaje social más o menos sutil. Si además recuerdas que lo último que hizo Pina para Globomedia fueron las primeras temporadas de Vis a Vis, pues todo encaja.

Claro que en realidad la estilización formal que finge ser realismo sucio mientras te lo pone todo en bonito -un cámara en mano con filtro beauty de color, por decir algo- es como se hacen los thrillers y las series de acción en nuestros días, y Vancouver, más que tener un estilo propio, ahora mismo es la productora española que mejor lo ha comprendido y se atreve con entrentenimiento cafre sin complejos pero sin renunciar a trabajarse los personajes o a intentar reflejar el contexto en el que se producen.

 

Los desideologizados y nihilistas 90

Axel se vende como un rebelde y durante media serie parece que el guion y los personajes se lo creen. Pero al final es todo una pose de niño perdido que confunde desfasar sin sentido con el desafío a la autoridad y la provocación con la revolución. No hay ideología detrás, solo nihilismo, la perversión de los ideales del hippismo e inmadurez y fracaso emocional. Son los 90 de El Fin de la Historia de Fukuyama vistos desde ahora, y si les quitas nostalgia de la niñez.

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En el fondo es una visión pesimista desde más allá de la crisis de 2008 asomándonos al abismo del Siglo XXI de lo que fue la resaca de la Guerra Fría. Lo vemos en esa infancia de Axel y Zoe en Manchester, que parece sacada de una película de Ken Loach o de Billy Elliot, en el salto a la Ibiza idealizada de los 90 -qué raro se hace ya escuchar hablar de pesetas y cómo te transporta en el tiempo automáticamente- y luego en la isla mucho más gris actual. De hecho, pasamos de la época en la que creíamos que ya no existían las clases sociales a un 2020 en el que son más evidentes que nunca, como se subraya una y otra vez en los escenarios y las casas.

Las formas de condenar esa huida hacia adelante que en parte hoy seguimos pagando, en Ibiza y en todo el mundo, pueden tener sus problemas (nos pararemos a comentarlos en el último punto del texto), pero es explícita. Tanto a nivel político como del desengaño amoroso en el que viven, en mayor o menor medida, todos los personajes. Por otro lado, también es curioso leer, ya que White Lines es una coproducción y la serie está grabada fundamentalmente en inglés, el punto de vista british. No le vamos a enmendar la plana aquí a The Guardian. No vamos por ahí dándonos pisto.

 

Suena música techno con música triste

Lo de gente muy guapa haciendo cosas muy locas no lo digo exagerando. White Lines va a tope con la maquinaria. No se veía tanta coca y tanto sexo turbio en un éxito audiovisual con participación española desde el Mundial de Fútbol de EEUU’94. Aquí la peña es capaz de arrancarse un diente con unos alicates, tatuarse la cara de su madre en la misma genitalia o tener un calentón y darse al fornicio y la coyunda sobre la fosa en la que está enterrando a dos cadáveres todavía frescos.

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Luego están los Calafat, que son los villanos o los antagonistas “malibuenos” más desfasados y retorcidos que ha dado la ficción española en mucho tiempo. Al menos siendo tomados medio en serio como aquí. Ayuda para que funcionen que el reparto es perfecto -anda que iban a colar ciertas cosas si la madre y el hijo no tuviesen las caras de Belén López y Juan Diego Botto-. Su gran proyecto es un megacasino que defienden antes las autoridades como creador de puestos de trabajo y que se ataca explícitamente por forzar la legalidad y basarse en un modelo de negocio antisocial y extractivista.

Dos cosas sobre el verismo y exagerar la realidad para que sea divertida y así poder subrayar ciertas cosas. Álex Pina estudió Periodismo -una mala tarde la tiene cualquiera- y antes de cambiar su carrera fichando como guionista por Caiga quien Caiga, llegó a ejercer en El Diario de Mallorca. Y en La Casa de Papel todo lo que pasa parece muy loco, y de hecho lo es, pero está documentado para que al menos sea físicamente veraz. Os dejo por aquí la entrevista que le hicieron a la documentalista de Vancouver, Sara Solomando, en La Redada, programa de Podium Podcast. Otra que se licenció en Periodismo, porque la vida es así de rara.

 

Is this misoginia?

Repetimos: Spoilers absolutos.

En las entrevistas, Pina enseña la patita y nos cuenta que al final esto es la historia de cómo Zoe va en busca de la verdad sobre su hermano y se encuentra a sí misma. Por eso califica la serie de “thriller emocional”, cosa que valdría también para La Casa de Papel: la trama de misterio o acción como excusa para provocar transformaciones psicológicas en los personajes, que es de lo que realmente quieres hablar. Y que todo gira alrededor de Zoe ni se discute. Si no interviene, Boxer habría descubierto quién era el asesino en el capítulo uno y no habría serie.

La asesina es Anna, el personaje que encarna la liberación sexual hippie que asociamos a Ibiza, que organiza orgías y que maltrata a su ex intermitente Markus, uno de los perros apaleados más lamentables que haya parido la ficción patria. Anna es definida como pueril y mala madre explícitamente por parte de Zoe -que es el punto de vista del público-, comete el asesinato para ocultarle su promiscuidad a su novio y recibe el castigo del desprecio de sus hijas y un matrimonio sin amor ni pasión basado en la conveniencia.

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Claro, lo inquietante es que aquí, como en La Casa de Papel 4 y Vis a Vis, al final el rol principal de los personajes femeninos acaba siendo ser buenas madres, novias o esposas. Y sin son malas, se las castiga. Incluso a Zoe, que pierde la custodia de su hija por cometer adulterio, aunque se defienda esta última historia como una forma de descubrir su verdadera identidad.

Porque además en su historia con Boxer, Zoe es la mala. El bueno es él, que la mira con dolor y ternura cuando lo tortura. Lo vemos encubrir crímenes, chantajear, pegar palizas y matar a sangre fría -siempre con cierta espectacularidad que lo vuelve irreal-. Pero también es un tipo tierno y romántico, que cocina a las 4 de la mañana y le gusta pintar los pies de sus amantes, sin dejar de ser un empotrador que dice guarradas al oído en el momento justo. Y encima el actor es Nuno Lopes. Coño, es que Boxer es Lobezno. Le falta tener un trabajo más aceptable para presentarlo a tu padres que el de matón a sueldo y las petardas de Valeria se lo estarían rifando.

Así que una vez más, en una serie que quiere hablar del desamor, acabamos romantizando al malote que en el fondo es un tierno y al que el enamoramiento de la chica adecuada lo puede redimir. Y yo qué sé. No sé si se pueden escribir los discursos de Nairobi y esto al mismo tiempo y que sea compatible.

 

Jose A. Cano (@caniferus)

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