Méndez Esparza se sube a su ‘Taxi driver’, con el que convence sobre todo en su malévola observación del anonimato
Que nadie duerma: La rebelión de las básicas

Malena Alterio es Lucía en Que nadie duerma, una mujer que, de la noche a la mañana, pierde su anodino y abusivo trabajo como informática en una empresa que ha estafado a clientes y trabajadores. Mientras empieza un nuevo rumbo profesional como taxista por las calles de Madrid, conoce a un atractivo vecino del que se enamora perdidamente. Además, debe gestionar el cuidado de su padre, mayor y enfermo.
Antonio Méndez Esparza, director muy pegado hasta ahora a la realidad (Courtroom 3H, La vida y nada más), se pasa a una ficción ya inventada en novela por Juan José Millás, que es adaptado al cine dos años seguidos tras No mires a los ojos (Félix Viscarret, 2022). Si las imágenes y bases de producción de la de Viscarret buscaban las sombras y el truco de un cine narrativo más clásico, el celuloide en 16mm y la base operística de Méndez Esparza nos lleva a texturas más perturbadoras desde el inicio.
Pero ambas películas millasianas coinciden en lo importante: se centran en el desequilibrio psicológico de dos personas invisibles o invisibilizadas, anodinos fantasmas de la sociedad que encuentran su momento para adquirir una nueva y excitante individualidad. Las dos se adentran en la fascinación, convertida en espectáculo burlesco a consumir, por el lado oscuro de la persona normal y funcional, la que no destaca ni tiene intereses especiales o fuera de lo habitual. Una normie, una básica, o como la queramos llamar ahora.
Lucía en Que nadie duerma o Travis Bickle en Taxi driver

En Taxi driver (Martin Scorsese, 1976), Travis Bickle, su protagonista, viaja en taxi mientras acumula resentimiento y aislamiento por una sociedad “llena de chusma”, a la que desprecia de forma cada vez más visceral. Lucía, interpretada por una Malena Alterio en el mejor papel de su carrera, se hace con su licencia mientras vive el proceso contrario: se abre a un mundo de nuevas posibilidades, se cree que se libera de las cadenas que la tenían dormida. Lucía no tiene que salvar a nadie para redimirse, como pasaría en un guión de Paul Schrader, sino que tiene que salvarse a sí misma.
Pero es todo una ilusión, una invención delirante que ha creado su cabeza para protegerse. Si el taxi de Taxi driver recogía la violencia y la desesperación, el de Que nadie duerma se para en las oportunidades de conexión con el que se pone en el asiento de atrás. Pero es todo una fachada que no tiene fondo real, y la ficción que se ha creado Lucía va desmoronándose. La cruda Nueva York de los años 70 frente al Madrid de apariencias de hoy, pero el mismo pesimismo.
Mi nombre es Ninguno

Méndez Esparza no olvida su fascinación por la observación social de su cine, y nos enfatiza que esta es una historia extremada, una fantasía al límite, de una persona más de las miles que viven a nuestro alrededor en cualquier gran ciudad. Si Puccini buscaba el nombre del príncipe en su famosa ópera, el director nos recuerda que el de Lucía podría ser María, Laura o Alicia. Y si su nombre es Ninguno, no importa que se lo robemos. Y en esa reflexión malévola, extractiva, está la película.
Porque Que nadie duerma brilla especialmente cuando hace eso, detenerse en la rebelión y la explotación de la anónima por decreto, algo que el director ubica y describe entre disonancias de imágenes rutinarias y sonidos grandilocuentes. Es menos interesante cuando se deja llevar demasiado por la preparación al público de la deriva mental de su protagonista, que irremediablemente debe llevar a una explosión final.
El “algo malo y fuerte va a pasar” que se espera (más si has leído la novela) es lo que finalmente te da la película, demasiado dirigida a atrapar a un público al que previamente se le había retado, congelando su sonrisa o su ansia de superioridad intelectual. Puede funcionar a un nivel de golpe de efecto y conclusión gratificante, pero no resulta tan estimulante como el resto. Al final, por suerte, Méndez Esparza nos devuelve a la observación menos complaciente: el plano vuelve a abrirse y a devolvernos el anonimato arrebatado.