En noviembre de 1993 Juanmo Bajo Ulloa estrenó en cines la película que canalizó la idea de que “la falta de amor hace monstruos”
30 años de ‘La madre muerta’: la niña, el monstruo y una herida compartida

El cuadro de una virgen separada de un Jesús infante por un tajo en mitad de la pintura sobrevuela y captura todo el misterio de La madre muerta (1993), el segundo largometraje de Juanma Bajo Ulloa y obra con la que volvió a agitar, tras su debut Alas de mariposa (1991), un cine español en proceso de una necesitada renovación generacional. De la historia de un fratricidio a la de un matricidio, sin duda Bajo Ulloa iba a dejar impronta con sus arriesgadísimos resortes narrativos.
La madre muerta es la historia de un hombre que destruye a una madre y a la vez intenta volver a ella mediante la figura de la hija que quedó huérfana tras el crimen. La película es, a todas luces, material de diván, pero, en lo estrictamente cinematográfico, parece ligada al cine de autor del tardofranquismo, eclipsado entonces por la comedia madrileña y el academicismo que reinó durante los 80. Bajo Ulloa, como Julio Medem o Álex de la Iglesia, buscaron sacudir la escena con sus aires de cambio y lo lograron.
En el caso de Bajo Ulloa, La madre muerta fue la confirmación de una voz cinematográfica y al mismo tiempo su canto del cisne. Aunque Bajo Ulloa ha regresado en Frágil (2004) y Baby (2020) a los ambages de los cuentos siniestros de sus dos primeros largos, su segundo filme es el que mejor canaliza la idea de que “la falta de amor hace monstruos”, como apuntaba el propio cineasta en la Academia de Cine Español sobre el tema que subyace en esa película, durante el acto de celebración de sus 25 años en 2018.
La madre muerta, una historia de amor y odio

“Yo empecé a pensar en una historia violenta, una especie de cuento en donde se definiera qué es el desamor, por qué el amor y el odio están tan juntos…”, explicaba Bajo Ulloa en Plano corto en octubre de 1993 sobre la génesis de La madre muerta. “Toda la historia parte de la separación madre-hijo, que es lo más fuerte que le puede pasar a una persona […] es siempre algo violento, traumático”, añadía.
La historia de La madre muerta es, como se ha comentado, una reflexión sobre la figura de la madre y su ausencia violenta y su prólogo, un atraco que acaba con un asesinato, nos da muchas de las claves al respecto. En un sinuoso planteamiento formal, la secuencia inicial comienza con la linterna de Ismael (Karra Elejalde) iluminando la fotografía de una madre con su bebé para recorrer diferentes estatuas religiosas y dar con un cuadro de una Virgen María con el Niño, cuyas formas parecen replicar la fotografía de antes si no fuera porque esa pintura esta rajada por la zona del cuello de la virgen. De repente, la voz de una mujer asusta a Ismael quien, de un escopetazo, la hiere de muerte y despierta a una niña que acaba enfrentándosele, en un desafío poético, inaudito e imposible.
Tras explicarnos ese crimen, una fuerte elipsis nos traslada adelante en el tiempo para mostrarnos a Ismael y su reencuentro con esa niña huérfana y desafiante, ahora convertida en una joven (Ana Álvarez) acogida en un sanatorio al sufrir una enfermedad que le ha dejado muda y con la edad mental de una niña. ¿Será capaz la chica de reconocer al asesino de su madre? ¿De qué manera este reencuentro afectará a Ismael? ¿Cómo reaccionará Maite (Lío) cuando comprenda que Ismael se siente ligado a esa chica de una manera extraña e irracional?
“Leire parece una adulta pero es una niña. Ismael ve a Leire como el ser inocente que, ni él ni su compañera Maire, serán ya nunca. Pero los niños no son inocentes”, cuenta el cineasta en la introducción de Cómo hacer cine, volumen 5, dedicado a La madre muerta, sobre los puntales de este cuento gótico. Y continúa: “Maite necesita en su enfermedad a Ismael. Le obsesiona. Él la necesita a ella, aunque ya no la ama. Ella siente cariño por la niña sin palabras que parece ser Leire, y celos por la mujer muda que es. Son un triángulo”.
La luz gris de Vitoria y los decorados color sangre

A la hora de articular la estética de cuento gótico de la película, Bajo Ulloa decidió rodar en Vitoria “para conseguir siempre la misma luz gris del norte, encapotada, que no se relaciona con España”. Filmada en diversas localizaciones de Miranda de Ebro, Salvatierra y la citada Vitoria, los exteriores del filme contrastan con el poderoso cromatismo que tiñe las escenas de interior. “Para la habitación principal quería algo como el color de la sangre cuando está coagulada”, contaba el cineasta.
Otro de los aspectos de La madre muerta que da cuenta del detalle por el acabado formal es el uso del formato scope en la fotografía. Se ha reseñado, con motivos, el estilo barroco de la película, obra de unos movimientos de cámara sinuosos y atrevidos, pero sin duda, el uso del formato amplio define el espíritu inquietante del filme. Al respecto, Bajo Ulloa contaba que, cuando se puso en contacto con Javier Aguirresarobe, el Premio Nacional de Cinematografía 2004 no había utilizado aún ese sistema de foto.
“Le dije: […] ‘Hay cosas en un lado y cosas en el otro; no están todas en el medio. Es una película gótica. El gótico es hacia arriba, vertical, y la película es horizontal, como una cruz’. Él nunca había trabajado en este formato, pero estaba dispuesto a probar””, rememoraba el director en de Cómo hacer cine, volumen 5. El resultado, como indica Bajo Ulloa, unos desenfoques brutales que provocaban, en consecuencia, que aquello que estaba en foco cobrara un protagonismo de una fuerza visual extrema.
Un último aspecto creativo que acompaña el poderío visual de La madre muerta es la partitura de Bingen Mendizábal. “A veces creo que hago películas para que él les ponga música”, confesaba Bajo Ulloa en el acto de 2018 de la Academia. “Me seduce su melodía y es la única persona que crea algo ajeno a mí durante la grabación”, y no en vano el cineasta dedica la película al músico y al montador Pablo Blanco, a quienes califica como sus héroes.
¿La película muerta?

La cinta de Bajo Ulloa llegaría a las salas españolas el 5 de noviembre de 1993 alimentada por la expectación generada tras su debut, premiado con, entre otros galardones, la Concha de Oro en el Festival de Cine de San Sebastián y sendos Premios Goya al Mejor Guion Original, compartido con Eduardo Bajo Ulloa, Mejor Dirección Novel y Mejor actriz a Silvia Munt.
Antes de aterrizar en salas, La madre muerta pasó primero por el Festival de Montreal, con premio para Bajo Ulloa, y por la sección Noches Venecianas de la Mostra de Venecia de aquel año, con una notable recepción por parte de la prensa internacional. Al cronista de El País y principal crítico de la cabecera, Ángel Fernández Santos, no obstante, la propuesta de Bajo Ulloa le disgustó sobremanera, por su carencia de diálogos mayormente.
“No hay escritura, no hay palabra y esto parece ser uno de los aspectos programáticos buscados en La madre muerta, pues uno de los personajes así lo subraya: “Hablar no es importante”, lo que no deja de ser una manera que Bajo Ulloa tiene de darse facilidades y minimizar algo que, pura y simplemente, no sabe hacer: escribir […]”, diría el crítico.
Más adelante, Fernández Santos tildaría a la película de “cadáver cinematográfico”, pero La madre muerta consiguió cautivar a casi 179.000 espectadores, según datos del ICAA, logrando una recaudación de casi 83 millones de pesetas, cerca de medio millón de euros actuales. Del mismo modo, el título se convertiría en un clásico de culto y singular referencia de aquel cine español de los 90 que acabaría trastocando la industria del cine español hasta prácticamente nuestros días.
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