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La aldea maldita: La obra maestra del cine mudo español

Florián Rey dirigía este referente de la época sobre las penurias de una aldea castellana olvidada, que termina sucumbiendo a la miseria y el hambre por culpa de la maldición que la asola

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Florián Rey es, sin lugar a dudas, uno de los nombres imprescindibles de las primeras décadas de la historia del cine español. Tras ese seudónimo se esconde Antonio Martínez del Castillo (1894-1962), cineasta aragonés, al igual que Luis Buñuel, nacido en La Almunia de Doña Godina (Zaragoza), que se adelantó precisamente al director de Las Hurdes, tierra sin pan (1933) a la hora de retratar la dureza de la vida rural en una película que supone todo un hito y, seguramente, el gran baluarte de lo que fue el, hasta cierto punto desconocido, cine mudo español: La aldea maldita (1930).

Gran referente cinematográfico durante la etapa de la Segunda República, Florián Rey aborda en esta película, desde el ámbito de la ficción, las penurias de una aldea castellana olvidada, que termina sucumbiendo a la miseria y el hambre por culpa de la maldición que la asola y que hace que la tierra le niegue cruelmente su fruto.

Alejándose deliberadamente del tipo de cine que caracterizó su primerísima etapa, dedicada a la traslación a la gran pantalla de sainetes y zarzuelas, junto con Pedro Larrañaga (actor que da vida al protagonista masculino de la película), Rey se anima a producir este drama campesino con un gran tono de denuncia social y donde se denota unas evidentes pretensiones autorales. Rodada en 1929 en la región de Segovia, con un presupuesto de 22.000 pesetas, el aragonés escribe y dirige una obra magistral, que ha pasado a la historia como el gran referente del cine silente de nuestro país.

Las partes y los contrarios de La aldea maldita

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Desde el primer plano de La aldea maldita podemos intuir el tono de una película con acusadas influencias fílmicas de diversas corrientes europeas y claros referentes ideológicos. En un estático plano general observamos a un cansado y ciego anciano recostado sobre una gran cruz ligeramente inclinada. Le rodea un paisaje seco, aparentemente yermo, que atestigua las penosas consecuencias de la maldición que se ceba sobre la población castellana que se avista al fondo.

Si analizamos con detenimiento esta imagen, a través de su sobrecargado cúmulo de elementos simbólicos, encontraremos ya reflejados aquellos temas y motivos que estarán presentes durante toda la cinta: el contexto del mundo rural donde nacen los protagonistas de la película y donde se desarrolla gran parte de la misma, el anciano como representación de la tradición y la cruz como referente a los valores cristianos omnipresentes durante todo el transcurso de la historia.

En el guion de La aldea maldita encontramos dos partes claramente diferenciadas, una estructura que casa muy bien con el carácter dualista con el que está concebido el filme a nivel simbólico.  A pesar de todo, desde un punto de vista crítico, la historiografía cinematográfica siempre ha valorado mucho más la primera de ellas (centrada en un cine realista y de denuncia social) en detrimento de la segunda  (una historia melodramática que se desarrolla a través de códigos más tradicionales). Aun así, encontramos un esfuerzo de su autor por homogeneizar ambas partes a través de la utilización de esos elementos simbólicos y temáticos que recorren toda la cinta: la salvaguarda del honor castellano y el perdón cristiano.

Como iremos analizando, La aldea maldita está construida a través de una evidente confrontación de elementos contrarios: lo masculino y lo femenino, el mundo rural y el urbano, la tradición y la modernidad, la vejez y la juventud, la honra y el deshonor, el rencor y el perdón. Una visión dualista sobre la que se asienta temáticamente la obra, explicitada a través de un cúmulo de símbolos referenciales más icónicos que narrativos. En este sentido, el poder de la película reside en las imágenes, una sucesión de cuidados planos repletos de motivos icónicos de gran fuerza expresiva y simbólica.

El drama rural desde la Pedraza vaciada

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A Florián Rey le vino la idea de escribir y rodar La aldea maldita durante el proceso de rodaje de Los chicos de la escuela (1925) en Pedraza de la Sierra, turística población segoviana que ha saltado recientemente a la palestra por ser la localización elegida por Álex de la Iglesia como telón de fondo de su exitosa serie 30 monedas (HBO, 2020). El director zaragozano quedó impactado ante el drama demográfico en el que vivía el pueblo, que había pasado de llegar a albergar a 15.000 habitantes en su época gloriosa a los 500 con los contaba en el momento en el que Florián Rey se encontraba rodando su película.

Procedente de una zona rural similar a la de Pedraza, el director empatizó rápidamente con esta realidad, germen de lo que ahora denominamos como “España vaciada”, lo que le llevó a elaborar el guion de La aldea maldita en menos de una semana. A partir de esta idea, Florián Rey construye una historia donde la tradición, la religión y el drama se entremezclan de forma indisoluble para ofrecernos, ante todo en la primera parte, un panorama de gran crudeza realista, que remite indiscutiblemente a esa iconografía crítica de la “España negra” que Darío de Regoyos y Émile Verhaeren acertaron a etiquetar medio siglo antes.

La historia de La aldea maldita se centra en  los avatares de una familia humilde de campesinos cuyo núcleo lo conforma el matrimonio compuesto por Juan Castilla (Pedro Larrañaga) y Acacia (Carmen Viance). A su cargo se encuentran el anciano padre de Juan (Víctor Pastor) y su hijo recién nacido. En definitiva, tres generaciones en un mismo hogar que tendrán que hacer frente, al igual que todo el pueblo, a esa terrible maldición que asola a la pequeña aldea de Luján tras perder durante tres años consecutivos la cosecha por culpa del pedrisco. Pueblo temeroso, rezan desesperadamente para que el cielo no vuelva a cebarse contra una población hambrienta.

La visión patriarcal y el honor castellano

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Desde el comienzo observamos dos formas totalmente opuestas de enfrentarse a la situación por parte de Juan y Acacia. Al primero lo vemos totalmente entregado a las tareas del campo, sin perder de vista el amenazante cielo que se yergue sobre  las cosechas. En cambio, a Acacia la vemos despreocupada y ociosa, totalmente ajena a la fatalidad que se avecina. Mientras que Juan se desloma por sacar adelante a la familia, Acacia descuida las labores del hogar y de crianza mientras cuchichea con las vecinas en la calle o lee tranquilamente folletines en la cocina.

Aquí nos encontramos con el primero de los elementos contradictorios sobre el que se construye toda la película: la oposición entre la honorabilidad del hombre castellano frente a la frivolidad de sus mujeres. De ahí, la necesidad de control de los primeros sobre las segundas. Una visión patriarcal de gran fuerza en la película.  

Para incidir en esta idea, Florián Rey hace que veamos a través de sus acciones los valores por los que se guía cada sexo. Mientras los hombres hacen gala en todo momento de honradez, responsabilidad, trabajo duro y un respeto exquisito a las tradiciones, las mujeres se muestran frívolas, despreocupadas, ociosas y rebeldes frente a la tradición. Mientras que los valores de los hombres vienen representados por Juan y su anciano padre, los valores femeninos recaen sobre Acacia y su amiga Magda, aquella que la arrastrará a la perdición. 

Una vez consumada la desgracia por tercer año consecutivo, el pueblo hambriento comienza a pensar en la necesidad del éxodo. Antes de que ocurra, Juan se deja arrastrar por la desesperación y, junto a otros vecinos del pueblo, asaltan la casa del tío Lucas (Ramón Meca), el usurero de la localidad, en una escena bajo la influencia evidente del cine revolucionario soviético. Tras intentar matar al acaudalado vecino, Juan ingresará en prisión. Acacia, sola y desamparada, se deja convencer por Magda para abandonar la aldea y emigrar a Segovia a buscar suerte, una decisión que no será aceptada por su suegro, que impide que se lleve a su hijo con ella, en algo que considera la peor de las deshoras para la familia.

El personaje del abuelo tiene un papel esencial en la película a nivel simbólico. Sobre él descansa el peso de la tradición castellana, un honor que debe defender ya que le viene grabado hasta en su apellido, Castilla. Aquí encontramos una asimilación más que evidente entre esa desgastada tierra en decadencia y ese viejo ciego incapaz de ver (real y metafóricamente) más allá de los límites de su querido pueblo. Esa fusión se nos presenta de manera explícita en aquel plano en el que lo vemos en la torre del derruido castillo de la aldea, vestigio de su pasado glorioso,  con su nieto en brazos, mientras Acacia y Magda inician su marcha a la ciudad.

En este sentido, debemos constatar que los personajes masculinos de La aldea maldita representan el estatismo de la tradición mientras que los personajes femeninos son la metáfora de la movilidad, de los nuevos tiempos que están por venir, que se entiende en el filme como algo malo y pernicioso, tal como se refleja en la segunda parte de la cinta.

La secuencia del éxodo es grandiosa. Con evidentes tintes bíblicos, gran parte del pueblo huye en una caravana de niños, jóvenes y viejos que marchan en busca de tierras más fértiles y lugares más propicios con todas sus pertenencias en carros tirados por bueyes. Se encaminan hacia un futuro incierto, una tierra prometida que no será tal, como descubrirán las ilusas Acacia y Magda. Mientras tanto, el tío Lucas se apiada de Juan y perdona su afrenta, dejándole salir de prisión.

Un melodrama en Segovia

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A través de un intertítulo se nos informa del salto temporal que separa la primera y la segunda parte de La aldea maldita. Se ha producido una elipsis de tres años y, en ese transcurso, Juan ha emigrado también de la aldea maldita granjeándose una buena posición como capataz en una casa de labor de la capital, Segovia. Aquí encontramos la segunda gran dicotomía que aflora en la película: lo rural frente a lo urbano. La Segovia que nos presenta Florián Rey dicta mucho de la imagen idílica que Magda presentó a Acacia, una gran urbe bulliciosa y llena de oportunidades. Segovia no deja de ser una ciudad provinciana.

Esta falta de oportunidades es lo que llevará a Acacia y Magda a acabar ejerciendo la prostitución, una salida desesperada, que se convertirá en la gran deshonra de la familia Castilla el día en que Juan la descubre en el reservado de una taberna con un cliente. A partir de ahí comienza el vía crucis de la mujer, cuyo remordimiento le terminará abocando a la locura. Dicha culpa viene expresada en la película de forma magistral mediante el juego de sombras, una influencia clara del cine expresionista de F. W. Murnau.

Dos escenas de La aldea maldita son interesantes al respecto. En una de ellas, una Acacia compungida se lamenta mientras que la sombra de su marido se refleja en la cortina que tiene al fondo, metáfora de la superioridad moral del marido sobre la mujer y la vigilancia que a partir de ahora sufrirá mientras siga viviendo en el mismo techo familiar. La otra, en un homenaje explícito a Nosferatu (F. W. Murnau, 1922), Acacia llora desesperada en la cama mientras la sombra amenazante de una mano parece atraparla. Esa mano no es más que la sombra de la culpa por el deshonor al que ha arrastrado a toda la familia. 

El tema del honor sexual femenino volverá a ser recurrente en el cine de Florián Rey al comienzo de sus andanzas en el cine sonoro. Al respecto es especialmente recurrente la trilogía que dirigió con su futura esposa de protagonista, Imperio Argentina: La hermana San Suplicio (1934), Nobleza baturra (1935) y Morena Clara (1936). Todas ellas protagonizadas por mujeres de diferente condición que se deberán enfrentar a los códigos de la tradición en una visión más en la línea de las reivindicaciones sociales de una República a punto de claudicar.

De todas ellas, Nobleza baturra es la más interesante. Invirtiendo los códigos con respecto a La aldea maldita, en esta cinta, también desarrollada en un pequeño pueblo y en un ambiente rural, su protagonista, María del Pilar (Imperio Argentina), será víctima de un pérfido engaño perpetrado por un antiguo pretendiente, Marco (Manuel Luna), que, al no ser correspondido por la chica, inventará una cruel calumnia para deshonra de la joven y toda su familia. Aunque es más víctima que causante del deshonor, al igual que Acacia, la joven sufrirá un auténtico calvario hasta que se aclaran los hechos, algo que solo se conseguirá mediante el sacrificio de Sebastián (Juan de Orduña), un hombre humilde con el que finalmente termina casándose.

El simbolismo cristiano

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Si en Nobleza baturra el honor de la muchacha se restablece tras el arrepentimiento y confesión de aquel que había difundido la calumnia sobre María del Pilar, en La aldea maldita es el marido el que, en un acto de sacrificio y amor, termina perdonando a Acacia. En este gesto encontramos el otro gran tema que recorre toda la película: el perdón cristiano.

Y es que, precisamente, mediante un acto de perdón es con el que culmina tanto la primera como la segunda parte del filme. Si la primera se cerraba con el perdón del tío Lucas sobre Juan (hecho que hacía que pudiera salir de la cárcel y restablecer su vida en Segovia), la segunda, que coincide con el final de la película, culmina con el perdón de Juan sobre Acacia, y la consiguiente reconciliación de toda la familia, en una forma de encumbrar uno de los valores cristianos por excelencia. 

Además de la explícita referencia al perdón, en La aldea maldita encontramos multitud de analogías que claramente remiten a la mitología cristiana. En Acacia, por ejemplo, encontramos evidentes concomitancias con Eva, una mujer débil que se verá arrastrada por la tentación de Magda, la máxima representación del maligno en la película, ya que los valores que esta representa son los antagónicos a aquellos que defiende la cinta.

En este sentido, el ámbito de lo rural, idealizado y asociado a los valores sagrados de la vieja Castilla, constituye el particular Edén que la protagonista de La aldea maldita abandonará en su irreversible caída. Si en Acacia encontramos ecos del Génesis en la secuencia del gran éxodo de los aldeanos es normal que se nos venga a la mente su homónimo texto bíblico, una imagen con gran calado épico, que remite a la huida de Moisés y los esclavos hebreos en busca de la Tierra prometida.

Siguiendo con las analogías bíblicas, el propio nombre de Magda remite indiscutiblemente al personaje bíblico de María Magdalena, cuya labor de prostituta será asumido también por el personaje fílmico. Y, por último, en la lapidación de un grupo de niños sobre Acacia, una vez que esta ha perdido la cordura, observamos un castigo común y ampliamente utilizado tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento. 

La versión sonora de 1942: Rey y el franquismo

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Este eminente carácter conservador del que hacía gala en La aldea maldita, al igual que sucediera en su salto al cine sonoro durante los últimos años de la República, hizo que su obra congeniase bien con el régimen franquista una vez concluida la Guerra Civil. Como hemos analizado, la obra maestra de Florián Rey condensaba todo aquellos principios que el nacionalcatolicismo impondría en el país una década más tarde de su estreno: la raigambre castellana de la nación constituida desde los Reyes Católicos, el valor supremo de la familia o el rigor moral y el respeto profundo tanto a la fe como a los preceptos cristianos. Todos estos elementos volverán a tomar forma en el remake de la película, que el propio Florián Rey escribirá y dirigirá en 1942.

Aunque se respeta la base argumental a grandes rasgos y tiene una duración en su metraje prácticamente idéntica, la versión sonora denota ciertos cambios significativos a niveles narrativos y formales. Mientras la versión primigenia se dividía en esas dos partes claramente diferenciadas, ahora se fragmenta en cuatro capítulos separados por letreros de caligrafía gótica con el que adquiere una imagen más literaria, una suerte de leyenda que tuvo lugar en una época pretérita y un tiempo ya superado. De ahí que se localice en 1900, una aclaración cronológica que no incluía su antecesora. Si la versión de 1929 destilaba realismo, su remake se concibe como una mera parábola ensalzadora de la devoción a esos elevados valores cristianos que abrazaba el régimen. 

Con un presupuesto mucho más elevado que su antecesora (1.050.000 pesetas) y con un  trabajo de vestuario y decorado majestuoso, Florián Rey recupera aquellos elementos que tanto triunfaron en la antigua versión: las localizaciones en exteriores en Pedraza de la Sierra, la icónica secuencia del éxodo y una temática que seguía ensalzando el perdón y la nobleza del mundo rural de una forma todavía más pomposa y exagerada.

Una versión donde a veces se intuye el cartón piedra, que no alcanza, ni mucho menos, la fuerza expresiva la original. Otro de los elementos diferenciadores entre ambas versiones tiene que ver con el ritmo narrativo: el estatismos que destila la primera a partir de esa sucesión de planos fijos de gran fuerza evocadora frente al dinamismo que adquiere la segunda a través de constantes movimientos de cámara que se ajusta, tomando la terminología de Noël Burch, a un modo de representación más institucionalizado. 

Con respecto al plano argumental se introducen ciertos cambios significativos, aunque sin llegar a desfigurar el tronco de la trama originaria. En esta nueva puesta en escena, Juan Castilla (Julio Rey de las Heras) ya no es un humilde campesino “con sentimientos e ideas de gran señor”, tal como se le describía en el filme originario. Por el contrario es un hombre del campo acomodado y con una cuadrilla de jornaleros a su servicio. Por su parte, al personaje de Acacia (Florencia Béquer) se le rebaja la condición tan negativa que tenía anteriormente, cuya caída, de nuevo arrastrada por su amiga (en este caso Luisa – Alicia Romay), se produce tras el abandono por parte de Juan del hogar en busca de suerte en la ciudad, en esta ocasión, Salamanca. La figura de Martín, el tradicional padre de Juan, adquiere aún más protagonismo, al tiempo que lo pierde el tío Lucas. 

Como ya sucediera en Nobleza baturra, el acto de reconciliación final tomará tintes sagrados. Si en aquella película protagonizada por Imperio Argentina, la joven consigue limpiar su honor en presencia de la Virgen del Pilar dentro de la Basílica zaragozana, en este caso Acacia recibe el perdón de Juan en un grandilocuente acto con todo el pueblo presente. Para poner fin a su particular calvario (es interesante al respecto, los sucesivos planos de Acacia llegando desvalida al pueblo que la vio nacer rodeada de los crucifijos del vía crucis que custodian el camino), Juan decide hacer una fiesta para que todo el pueblo presencie el mayor acto de clemencia cristiana coincidiendo con el fin de la maldición que asola al pueblo: el perdón a su mujer expresado de forma solemne a través de un lavatorio de pies.

A pesar de que el remake sonoro no está a la altura de la versión muda, la película obtuvo un importante galardón en la Mostra Internacional de Cine de Venecia. Cada una es, evidentemente, hija de su tiempo. Mientras en la primera sobresale la crítica social a la España de los olvidados, la segunda es una obra atrapada en un régimen que estaba despegando y cuyos férreos valores se impusieron en toda la producción cultural de la época y de la que Florián Rey no pudo ni quiso escapar. 

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