FlixOlé reúne más de 40 títulos producidos por el productor donostiarra, entre los que destacan su fructífera colaboración de 17 años con el aragonés, desde ‘La caza’ (1965) hasta ‘Dulces horas’ (1982)
El tópico de afirmar que hablamos de un productor sin el que no podría entenderse la historia del cine español pocas veces estará más justificado que al hablar de Elías Querejeta. En su haber cuentan las óperas primas de cineastas como Víctor Erice, Montxo Armendariz o Fernando León de Aranoa, además de su propia hija, Gracia Querejeta, y los títulos más autorales y que permitieron consagrarse a cineastas como Jaime Chávarri o el mismísimo Carlos Saura.
Es más, la carrera del aragonés no puede entenderse si no es de la mano de Querejeta… y viceversa. El compromiso del productor donostiarra con un cine de autor que se saliese de los moldes de la época y que dio lugar al llamado Nuevo Cine Español se concreta a través de La caza (1965), la película con la que Saura se convierte en un nombre no ya del cine español, sino del europeo.
La colección Elías Querejeta: Productor de FlixOlé ha reunido más de 40 títulos con la firma de la producción de calidad y transgresión del vasco tras ellos y que reúnen títulos tan variopintos como el Tasio (1985) de Armendáriz, El espíritu de la colmena (1973) de Erice o La banda de Jaider (1974), uno de los pocos spaghetti-westerns en los que participó, dirigido por el alemán Volker Vogeler y con Geraldine Chaplin como protagonista. Una larga demostración de su visión y atrevimiento.
Pero el grueso de esa colección son la docena larga de obras maestras que saldrán de la colaboración entre Saura y Querejeta, Querejeta y Saura, entre el 1966 de La caza y el 1982 de Dulces horas. Un recorrido en el que se van analizando, en clave artística e intelectual, pero también con una visceralidad sin misericordia, las contradicciones de la sociedad del tardofranquismo y los cambios que llegaron con la Transición.

La revolución de un dúo a prueba de censura
Es difícil añadir algo nuevo a lo que ya ha se ha dicho muchas veces de películas como La caza o Peppermint frappé (1967), obras que desde nuestra perspectiva de 2023 es difícil comprender lo revolucionarias que resultaron en su momento. Desde la manera en que hacían explícita la violencia soterrada del régimen hasta el retrato del desencanto reinante en la generación de la posguerra, además de atreverse con el paso, ya comentado por aquí, de dar a José Luis López Vázquez la oportunidad de lucirse con un protagonista dramático, turbio y complejo.
Lo mismo ocurre con los títulos más evidentemente políticos del dúo, como El jardín de las delicias (1970), donde las críticas directas a la corrupción del establishment franquista ni siquiera se disimulan, solo regatean a la censura con una complejidad narrativa y conceptual que las oscurece. La historia no puede estar cargada de más humor negro y esperpento valleinclanesco: un empresario corrupto sufre un accidente de coche junto a su amante y queda recluido en una silla de rueda y amnésico. Su familia, desde sus padres hasta la legítima y los hijos, intenta que recupere la memoria, pero no por ninguna clase de amor fraternal o de cualquier tipo: necesitan que recuerde las cuentas y las claves de su fortuna oculta en Suiza.

El Querejeta de los 60 y 70 sabe bien que el prestigio internacional es su mejor protección frente a un régimen que agoniza pero sigue deseoso de ser “normalizado” por premios y reconocimientos. Los galardones para La caza o Peppermint frappé en la Berlinale o para La prima Angélica (1973) y Cría cuervos (1975) en Cannes sirven para blindar a la pareja a pesar de poner en cuestión la misma institución familiar que el franquismo quería consagrar.
El fin del franquismo y las últimas películas de Elías Querejeta y Carlos Saura
La Transición cambiaría la disposición de la censura y de una parte del público y la crítica, pero no los temas que abordaban. Elisa, vida mía (1977) o Mamá cumple cien años (1979) siguen cuestionando las formas de la familia, pero desde una sátira menos política y más libre, permitiéndose una piedad ocasional poco habitual en el primer Saura para con sus personajes. La preocupación por los Derechos Humanos, la capacidad del arte para reflejar la vida y el desencanto de la llegada a trompicones de la democracia se traducen también en la trágica Los ojos vendados (1978), en la que José Luis Gómez interpreta a un director de teatro que quiere reflejar en su nueva obra los abusos de la dictadura militar Argentina, en aquel momento en su apogeo, y donde también se denuncia el terrorismo de extrema derecha.
Deprisa, deprisa (1981), por su parte, se da la mano en la distancia con La caza al buscar de nuevo una suerte de cine popular y que explicite las violencias subterráneas del momento, solo que adaptado a su momento. Será “la película quinqui de Carlos Saura”, pero también un canto optimista a la vida, a su manera, en la que el paso de los personajes y el discurso autoral del director, con su productor detrás, han cambiado para saber dialogar con la España del momento, una con problemas viejos, pero otros nuevos y una nueva sensibilidad.

Después de Dulces horas, en 1982, los caminos de Carlos Saura y Elías Querejeta se separarían —solo se reunirían de nuevo para el proyecto irrealizado de Guernica—. El aragonés se marcharía a completar su trilogía flamenca junto a Antonio Gades y en busca de otros lenguajes artísticos y cinematográficas y el productor se dedicaría a lo que mejor sabía: descubrir nuevas voces. Sería el turno de los Montxo Armendáriz o Fernando León de Aranoa, de las películas más autorales de Manuel Gutiérrez Aragón y el cine social de los primeros 90. Pero ambas trayectorias no podrían entenderse sin esos tres lustros virtuosos en que productor y director cambiaron para siempre el cine español y el europeo.