El Goya de Honor de 2023, homenajeado en una colección de FlixOlé, puso la primera gran piedra del mito con una cacería convertida en una terrible olla a presión
Las leyendas, como narraciones que se mantienen vivas, pueden tener distintos inicios y finales según quién y cuándo se cuenten. Algo así pasa con la de Carlos Saura, un cineasta histórico que, por longevidad y puntos de vista, tiene distintos nacimientos, cierres y resurgimientos a lo largo de más de 60 años. Una mítica y mitificada carrera que FlixOlé ha reunido en una imprescindible colección con motivo de su Goya de Honor en 2023.
Uno de esos arranques para los libros de Historia y el hito cinéfilo tiene que ser el de La caza (1966), la película que le valió su primera gran consagración como director de cine. Un éxito en casa y especialmente fuera, gracias a un Oso de Plata en el Festival de Berlín al Mejor Director que le puso en el mapa del cine europeo. Un prestigio que solo Berlanga, Bardem y, sobre todo, Buñuel habían conseguido a ese nivel en los años anteriores y que el “nuevo” aragonés mantendría durante décadas.
Más de 50 años antes de que Carla Simón conquistase el certamen alemán con Alcarràs (2022), otra película con caza de conejos y viejas cuevas de la Guerra Civil puso más luces sobre la cuestión histórica de una España que daba la espalda a su pasado y asimiló la barbarie. La caza supuso un antes y un después en el cine de Saura y marcó con brillantez y crudeza el cambio generacional que se estaba produciendo en el cine español.
Concisión a punto de estallar

Escrita junto a un pujante Angelino Fons —debutó ese mismo año como director con La busca (1966)—, La caza se abre con unos hurones enjaulados que, junto al persistente e inquietante leitmotiv musical de Luis de Pablo, nos adelantan el inevitable destino funesto de lo que estamos a punto de ver. Pronto los animales son sustituidos por cuatro hombres en coche, reunidos un día de verano para cazar conejos.
La película tiene un ajustadísimo metraje de 1 hora y poco más de 20 minutos. Es difícil sugerir y contar tanto en tan poco tiempo. En menos de media hora, Saura y Fons presentan y definen las personalidades, problemas y rivalidades de tres viejos amigos (Ismael Merlo, José María Prada, Alfredo Mayo) y un joven cuñado (Emilio Gutiérrez Caba). Mientras avanza el caluroso día y la cacería, las conversaciones y los pensamientos en off ponen la cuenta atrás de una bomba de relojería que sabemos que va a estallar pronto.
Concisa, tan sibilina como de pronto directísima, La caza va desvelando el pasado callado entre estos viejos amigos que combatieron en la Guerra Civil, montaron un negocio juntos y viven perseguidos por distintas sombras personales y una compartida: la de un cuarto amigo que murió. Sobre todo a través de los descubrimientos del ignorante Enrique (Gutiérrez Caba), las herencias y miserias sofocan y salen a la luz igual que el pegajoso sudor que les persigue.
Saura sintetiza esta olla a presión con distintos recursos en una dirección medidísima, jugando a tensar los planos y destensarlos de forma abrupta. El cortante y rítmico montaje de Pablo G. del Amo establece y desecha los conflictos. Ya sea con el ritual de la preparación, unos primeros planos con miradas a cámara, detalles o planos abiertos del paraje, el cineasta construye un microcosmos desértico en el que la calma y la abstracción se pueden romper en una milésima de segundo por un disparo inadecuado.
La fotografía de Luis Cuadrado, en uno de los blancos y negros más inspirados del cine español de los 60, enfatiza la presencia resplandeciente y transpirable de los cuerpos. Un juego con la incesante luz del sol que también descubre lo inhóspito y deshumanizado de un entorno en el que corren los conejos pero que no tapan la sensación de una presencia maligna, casi fantasmal.
Todo acaba en un esperado —pero no esperable— baño de sangre que Saura va anunciando en distintas formas (el maniquí, el fuego, el hurón muerto…). La mezquindad entre los personajes, cerrada en falso en distintos momentos, estalla finalmente en una violencia que pasa de ser con los animales a ser entre hombres. Queda finalmente un Enrique del que ya solo oímos la respiración, congelado en este microcosmos.
La dimensión histórica de La caza

Para entender mejor la importancia de La caza, sirve situarla tanto en la evolución del cine Carlos Saura como en el espacio que jugó en nuestra industria. Por un lado, la película es el último exponente de la primera etapa de Saura, marcada por una búsqueda incesante por lo que se puede captar de “realidad” en su forma más pura —aquí es evidente en, por ejemplo, en la presencia de los campesinos castellanos— . El otro famoso ejemplo de este acercamiento es Los golfos (1960), pero está en todas sus primeras películas, desde el corto documental El pequeño río Manzanares (1956) a Llanto por un bandido (1964).
Es verdad que también se adivina el cine inmediatamente posterior de Saura, que arrancaría en Peppermint frappé (1967) y seguiría a lo largo de los años 70 (la presencia de la Guerra Civil como gran trauma de época, la sexualidad…), pero no es exactamente el mismo. Si en el Saura siguiente mandan las referencias metafóricas, en La caza todo es más, como explica Santos Zunzunegui, “metonímico”: las figuras no hacen referencia a otras compartiendo “rasgos semánticos o figurativos” (metáfora) sino que lo hacen por “contigüidad” o explotando la “relación causa-efecto” entre imágenes (pensemos en el prólogo que asocia a los hurones con los protagonistas).
La proyección y el rápido prestigio de la película ayudó a su narrativa histórica, al ser usada como herramienta casi desde que se estrenó. Lo fue para el franquismo, que rápidamente se subió al carro del éxito internacional del filme para publicitar la supuesta apertura del régimen y acuñó aquello del “Nuevo Cine Español”, pero también sirvió como referencia clara para toda aquella joven generación de cineastas (Mario Camus, Basilio Martín Patino, el propio Fons, Francisco Regueiro, Jorge Grau…) que empezaban a hacer cine entonces y se ilusionaron con poder desarrollar otro tipo de películas más allá de la censura.
Por supuesto, la ineludible dimensión histórica y social que rodea a La caza está también en la propia película. En su historia late la herida no hablada de la Guerra Civil. Una contienda a olvidar de la que, como dice el personaje de José María Prada, “ya solo quedan los agujeros”. Los tres hombres, veteranos del bando franquista, insisten en no querer remover el pasado y prefieren no dejar un rastro a la memoria, como en la reticencia de no querer ser fotografíados por un Enrique al que se la da una pequeña esperanza de “mejorar” el futuro aprendiendo de su pasado.
Es la lectura más evidente y la vez más fuerte del filme, aunque carezca de esa dimensión alegórica en la que Saura ahondaría después. El cineasta hace mención, más o menos velada, a cuestiones entrelazadas como el clasismo, la emigración o la incipiente cultura de los negocios con los que triunfar y desaparecer, una cultura del pelotazo que representa, en sus carnes y al extremo, el ausente cuarto amigo.
En todos estos elementos está la fuerza interna de La caza, que, como pasa con los grandes clásicos, se convirtió rápidamente en algo más que una película. Clausura de una etapa y símbolo de otra, queda para siempre ese “buen lugar para matar” que, como toda buena leyenda, cada uno se reapropia a su manera para que perdure.
La puedes ver online en
Imágenes: La caza – FlixOlé
