Thriller efectivo que no tiene piedad con la Galicia profunda.
Raquel (Inma Cuesta) llega como profesora sustituta a un instituto del pequeño pueblo gallego en el que creció su marido. Al poco de llegar descubre que ocupa el puesto de una maestra que se suicidó, Viruca (Bárbara Lennie), y que esta muerte está envuelta en circunstancias poco claras. Los paralelismos entre las vidas de ambas se van haciendo evidentes mientras el matrimonio de Raquel se pone a prueba y ella mismo llega a dudar de sus propias percepciones.
El desorden que dejas funciona. Cumple lo que promete, te mantiene en tensión y respeta sus propias reglas, aunque no te las explique desde el principio. Inma Cuesta se agobia muy bien y Bárbara Lennie compite con Antonio de la Torre en ser la persona que mejor se cabrea de España. Son las estrellas absolutas de la función y sus personajes se parecen y diferencian lo suficiente al mismo tiempo como para que nos interese el destino de ambas.
Es un thriller que funciona a pesar de alargarse un poco más de lo necesario. Si se puede decir algo bueno de El desorden que dejas es que la mayoría de giros “no se notan”, en el sentido de que uno acepta que esto es así y sigue viendo la serie para saber qué le va a pasar a la protagonista. El final no es el más original ni tampoco el más previsible: está lo suficientemente bien sembrado para no molestar pero no volará la cabeza de ningún espectador incauto.
En cuanto al ambiente de la Galicia profunda es, como decimos los críticos cursis, “un personaje más”. Más allá del arco de personaje de Raquel, el tema central de la serie es la opresión social -y económica- de ciertos ambientes rurales, la hipocresía que la caracteriza y cómo desemboca en diferentes formas de violencia, unas más simbólicas y otras más literales.
A partir de aquí, spoilers de la dimensiones de una mayoría absoluta de Núñez Feijoo. Y créanme, este es uno de esos casos en que es mejor ver la serie virgen, aún arriesgándose a que el final no nos guste.
Rebeca en El desorden que dejas 
El paralelismo más obvio que se viene a la cabeza, sobre todo sin tener la novela muy presente, pero sabiendo que es una serie de Carlos Montero, es con Física o Química o Élite. Al menos superficialmente: tramas de instituto, profesora que mantiene una relación poco sana con un alumno, bullying, alucinaciones con un fallecido reciente muy cercano y adultos con intereses turbios. Pero es eso, superficial, porque donde aquellas dos están filtradas por el punto de vista de los adultos
El desorden que dejas, desde la perspectiva de Raquel, se convierte en una especie de Rebeca galega, donde la protagonista es empujada a asumir toda o parte de la identidad de la persona a la que sustituye. Incluso las muertes presuntamente autoinducidas de Rebeca y Viruca son por ahogamiento y justificadas por problemas mentales y tenemos una escena en la que Raquel se viste con la ropa de la fallecida y se pone… una rebeca. Aunque su victoria será más completa que la de la protagonista anónima e Daphne Du Maurier y Hitchcock y ella emergerá con su personalidad intacta al final de la serie.
Aún así, vivirá en constante, ya que estamos con referentes del Hollywood clásico, Luz de gas. Todos los personajes mienten, Raquel incluida, pero ella es la única a la que se le rebaten sus propias percepciones. Incluido su marido Germán (Tamar Novas), a pesar de no ser un personaje del todo negativo, que le oculta cuestiones clave que apenas se intentan equilibrar con las infidelidades de ella para que quede como una relación tóxica y no que él es “el malo”. Solo su amiga que vive en Coruña la trata como a una igual, y su código postal no es casualidad.
Perros de paja
Obviamente esto no es una película de Peckinpah -aunque le habría vuelto loco conocer la España vaciada al buen hombre- y la violencia aparece con cuentagotas e incluso estilizada -aunque se saltan la regla sagrada de la televisión y esa escena duele de verdad-. La cuestión es que en estos tiempos de confinamiento en el que nos ha dado por añorar una fibra óptica que permita la migración inversa y teletrabajar rodeados de vaquitas siempre está bien que alguien apunte que sí, pero no.
Los pueblos pequeños son retratados sin ningún tipo de miramiento y sus sociedades en las que «todos se conocen» se presentan como una forma de control. En especial la violencia simbólica contra las mujeres -que es un tema recurrente de Montero- se desarrolla como en un catálogo, con todas las variantes posibles ejercidas contra Viruca o Raquel por turnos, aunque cada una se defienda a su manera. El desorden que dejas, no siempre con efectividad, intenta impugnar un tipo de «thriller sexual» que criminaliza a las mujeres como seres deseantes, y en parte su entorno contribuye a que se pueda desarrollar con naturalidad.
Por otra parte el pueblo es una encerrona general para casi todos los personajes, desde el viudo de Viruca hasta sus alumnos más conflictivos o el marido de Raquel. Solo algunas de las secundarias, presentadas como seres cómodos con su propia identidad pero no con el entorno, aparecen al final como liberadas de los callejones sin salida de la España negra y capaces de prevenir y defenderse de sus monstruos. Porque ese ambiente, claro, tiene consecuencias.
Crematorio
No es lo principal en El desorden que dejas, que al final se centra en el crecimiento como persona de Raquel y su proceso de duelo por la muerte de su madre, pero la serie orbita alrededor del concepto de corrupción. El rural corrupto es un espacio en el que solo queda la resignación o la complicidad para salir adelante, y es la elección en la que fracasan Viruca o la familia de Germán pero de la que consigue escapar Raquel. Todo a su alrededor, excepto las mencionadas secundarias salvíficas, es corrupto, y la única manera de evitarlo es vivir en el margen.
Se echa de menos que Montero, célebre por escribir sobre adolescentes, no les conceda el beneficio de la duda a sus tres personajes más jóvenes, que reciben finales esperanzadores para sus duras realidades pero, como es habitual en la ficción reciente, no disfrutan de una salvación colectiva, ni siquiera familiar como en otras series, sino apenas individual. La solución al propio nudo gordiano de la sociedad corrupta que plantea está en una solidaridad que dibuja en algunas escenas pero no acaba de desarrollar.
El desorden que dejas, en cualquier caso, es un thriller que sacrifica los ejes temáticos que refleja -opresión rural, corrupción- o la evolución natural de los personajes -habría sido verosimil que Raquel mandase al marido al cuerno al tercer capítulo, pero entonces se acaba la serie- en favor de los puntos de giro y la tensión dramática. Es una decisión creativa válida y la ejecuta bien, de manera que uno se lo plantea a toro pasado o cuando está yendo a pillar, como al escribir una crítica.
En ese sentido es, quizás, la serie española de suspense más efectiva que ha conseguido parir Netflix sin alejarse de un cierto realismo. En este 2020 tan extraño, El desorden que dejas es otra de esas series que va a quedar abajo en las arbitrarias listas de las mejores no por ningún demérito sino por exceso de competencia.
Jose A Cano (@caniferus)
