Lectura de la corrupción y la violencia policial a ras de suelo y sin juicios.
Antidisturbios: La extrema delicadeza del operativo

La unidad de antidisturbios Puma 93 interviene en un desahucio en el que todo sale mal, hasta el punto de que muere un vecino senegalés. La investigación de Asuntos Internos sobre las circunstancias de esa muerte descubrirá una trama de corrupción que va mucho más allá del conocimiento la capacidad de los policías implicados.
Sorogoyen dirige -junto a Borja Soler- y escribe -junto a Isabel Peña- con la misma aparente frialdad y ausencia de juicio sobre lo que se narra que en El reino y Que Dios nos perdone, dos películas con mucho en común con esta serie. Muestran un desahucio o una carga contra una protesta antirracista desde el punto de vista de los antidisturbios con la misma distancia que las lecturas de informes preliminares o listas de pruebas a las que se enfrentan los policías de Asuntos Internos.
Los seis -supuestos- protagonistas están inmensos en sus papeles, como era previsible -sobre todo Roberto Álamo y Patrick Criado-, aunque la agente de Asuntos Internos que interpreta Vicky Luengo les roba el show. Sorogoyen utiliza sabiamente a su reparto para mantener la tensión hasta el último minuto, con un plano final que incomoda precisamente por ser colofón de las más de seis horas de experiencia ya vividas.
Para el que suscribe, candidata a mejor serie del año con permiso de las prefabricadas para ser consideradas como tales, Veneno y Patria. A partir de aquí desvelo detalles de la trama, aunque los temidos spoilers no son lo principal en la experiencia de Antidisturbios. Vayan a verla y luego seguimos.
Nadie quiere un negro muerto en su mesa
La serie sabe la posición de prejuicio desde la que parte gran parte del público. No es la adrenalina lo que busca Antidisturbios, sino la incomodidad. No hay escenas de acción. La acción es estilizada, estética. Hay escenas de violencia, y se viven con la tensión propia de lo que se está reflejando. La serie invita a su público a experimentar desde el lado de los antidisturbios una carga, un disturbio en Lavapiés o una pelea de ultras futboleros. No hay épica en esos momentos, sino miedo.
Si fuese una novela de Pérez-Reverte, nos hablaría de los lazos que se forman entre hombres en situaciones de tensión y que son más fuertes que la amistad, adornado con mucha prosopopeya. Sorogoyen se limita a seguir las acciones sin juzgarlas, subrayando la psicología de los personajes cuando cree necesario pero sin dotar a sus acciones de ningún tipo de poesía. Diciéndonos que esto es lo que hay.
El primer capítulo lo ocupa casi por completo un desahucio en una corrala de Lavapiés. Es una secuencia larga, en la que se orienta al público con claridad para que sepa lo que está sucediendo en cada espacio en todo momento pero que no renuncia al cámara en mano para mantener el realismo en la percepción de lo que ocurre. Es decir, en meternos dentro de la situación, en que la vivamos como si estuviese sucediendo con nuestra participación.
El planteamiento recuerda en ocasiones al de La unidad aunque la intención política, que la hay, porque todo la tiene, es diferente. En La unidad lo que vemos es todo cuanto hay que contar, en Antidisturbios esa violencia es solo la superficie de una podredumbre moral que va mucho más allá, y los policías protagonistas solo son arrastrados por las circunstancias.
Yo también soy buena gente, no te jode
En 2016 se estrenó El rey tuerto, de Marc Crehuet, adaptación de la obra teatral del mismo nombre. Allí el antidisturbios, David (Alain Hernández), se contraponía en tono de comedia negra a un manifestante (Miki Esparbé) que había perdido un ojo en una protesta. El personaje, presentado como un garrulo muy básico y poco menos que un maltratador, acababa la cinta derrumbado con la frase “le he reventado un ojo y nadie me dijo que eso estaba mal“.
El guión de Peña y Sorogoyen dista mucho de tratar con tanto paternalismo a sus personajes y sus formas de humanizarlos, aunque previsibles, están impregnadas de la naturalidad que les da un reparto casi perfecto. Hasta los comentarios de los personajes de fondo aportan credibilidad al conjunto. Roberto Álamo, que interpreta a un veterano con depresión y ataques de pánico, y Patrick Criado, un agente joven y con problemas de control de ira, están inmensos.
Exceptuando los personajes de Álex García y Raul Arévalo, el resto son secundarios, de lujo pero secundarios, respecto de la trama principal. La inspectora Urquijo es nuestro punto de vista durante la mayor parte de la serie. Sobre sus hombros recae el dilema moral del último capítulo, que va mucho más allá del que se plantea al comienzo de la serie en el desahucio. De hecho este último ni se plantea. Órdenes son órdenes.
El mundo que se retrata es machista, los personajes lo son -desde la incapacidad para expresar sus sentimientos hasta el que directamente es presentado como un maltratador-, pero el discurso de la serie no. Tampoco pretende deconstruir nada, solo se aparta lo suficiente para que podamos procesar lo que vemos y juzgar por nosotros mismos.
Los huesos duelen al crecer
En el panorama audiovisual español de hace 10 años, Antidisturbios habría sido una película. Una muy buena película, con un guión diferente, más concentrado, con menos espacio para sus secundarios y menos minutos para explicarlo todo. El salto al formato serie permite a Peña y Sorogoyen explorar la corrupción con un detalle que no habría permitido un largometraje al uso, reflejando la dificultad de combatirla.
Porque aquí, como en El reino, la corrupción no es un fenómeno puntual. Porque, como decíamos ayer, la diferencia entre el policial y el noir es que en el primero la protagonista gana, y en el segundo solo empata. Cuando la inspectora Urquijo se enfrente al antagonista final, el mismísimo comisario Villarejo con el apellido cambiado pero sin ningún disimulo, no tiene un caso que resolver. Tiene una corrupción que demostrar, ya se ocupará mañana de la siguiente.
La Policía se limpia, pero solo en parte. La Policía desclasa y une a quienes forman parte de ella, pero los enfrenta a ser brazo armado de la injusticia -como el personaje de Diego (Arévalo), que acabará abandonando el cuerpo-. La Policía a veces la forman personas que quieren ayudar a que exista un mundo mejor y a veces no. La serie no condena ninguna de esas realidades, pero las presenta como síntomas de la sociedad que las acoge. Ninguno de nosotros cae en solitario, aunque cada cual sea responsable de sus propios actos.
Antidisturbios quiere reflejar la actualidad y por ello se ve desactualizada por la pandemia: hemos dejado de hablar de gentrificación y turistificación del centro de Madrid para hablar de supervivencia. Pero, por desgracia, sí que es posible que volvamos a vivir desahucios pronto. Y a enfrentarnos a momentos como el del escupitajo del primer capítulo.
El plano final es el barco de Piolín. Al menos tres de los antidisturbios con los que iniciamos la serie siguen allí, uno de ellos el que interpreta Álex García, al que hemos visto enfrentarse a varias decisiones familiares complicadas, otro el de Álamo, al que suponemos recuperándose de una depresión. Cuando llegamos a ese último plano, de una carga emocional imposible de evitar para cualquier espectador, se nos han estado exponiendo las tripas de la corrupción de un país. Y la pregunta que nos queda es si nadaremos en la superficie o tendremos el mismo valor que Urquijo, aunque incluya mancharnos las manos.
Jose A. Cano(@caniferus)
