En su debut, Simón exprimió las posibilidades narrativas del cine para transportarnos a su infancia
Verano 1993: Filmar el duelo

Antes del de Alcarràs, hubo otro verano. Verano 1993. Carla Simón despuntó en su primer largometraje contando su propia experiencia. Algo nada sencillo, porque contarte a ti mismo puede resultar frustrante. Aunque hagas esfuerzos en explicar cómo de emocionante, triste o divertido fue todo aquello, ni tú consigues relatarlo como te gustaría ni mucho menos tu interlocutor capta esas sensaciones. Sí, conoces tu historia y lo que sentiste mejor que nadie, pero expresarla de una manera estimulante, crear una conexión con ella, puede ser más complicado que con una ajena.
En Verano 1993, Simón consiguió representar su propio pasado, aquel verano que pasó tras morir su madre, y transformarlo en una pieza incluyente sobre la pérdida, la infancia y la familia. Una obra propia, cercana, que demuestra un enorme talento en utilizar las distintas herramientas que ofrece el cine para darle trascendencia a tu propio relato.
El punto de vista de Verano 1993

La directora de Barcelona apuesta por un lenguaje cinematográfico directo y de punto de vista único. La mirada de la película es, esencialmente, la mirada de la niña, Frida. Su punto de vista, el centro. La cámara insiste de forma frecuente en ponerse a su altura: en primeros planos, en movimientos desde atrás, Simón escruta con paciencia las reacciones de Frida ante ese mundo de adultos que escucha, pero no termina de entender (aquí es esencial la utilización del fuera de campo). Cuando el plano se aleja es para darle veracidad a su entorno y aire a la narración, pero Frida está siempre presente en lo que sucede, incluso cuando no la podemos ver directamente en pantalla.
El ritmo y la cadencia pausada de planos de Verano 1993 también recoge la perspectiva temporal de Frida. Este compás sosegado fija las diferencias perceptivas de cómo pasa el tiempo en verano durante nuestra infancia; los días pasan más despacio en esta época, mientras la vuelta al colegio parece lejana. Esa presión temporal concreta dentro de los planos también ayuda a sedimentar esa sensación continua de recuerdo; Simón busca que su memoria estimule también la nuestra.
Cálculo y naturalidad

Pese al enfoque controlado, las imágenes desprenden de Verano 1993 una tranquilizadora espontaneidad; las situaciones planteadas en el acertado guión fluyen, discurren sutilmente. Ya sea con tintes cómicos o dramáticos, con palabras calladas o dichas, todo se siente natural a partir de situaciones cotidianas. Esta armonía agradable aporta una capa de complejidad psicológica aparentemente contradictoria con la propia tensión y dureza inherentes en el argumento principal. La película tiene el mérito de ser siempre transparente, un contraste evidente con las emociones ocultas de Frida.
El trabajo realizado por los actores es clave en la sensación de familiaridad con los personajes. No solo es la cautivadora labor de las pequeñas Laia Artigas (Frida) o Paula Robles (Anna), es que Bruna Cusí (Marga) – fantástico su honesto personaje- y David Verdaguer (Esteve) son capaces de adaptarse al ambiente y de dar un contrapunto medido, con presencia pero no excesiva, a las auténticas protagonistas, que son las niñas.
Frida pasa por un proceso, el de asimilar una muerte y el de comprender sus sentimientos y acciones, aunque duelan y sean contradictorias. El proceso, finalmente, de vivir y crecer. Verano 1993 es una película que logra crear, mediante la experiencia, una sensibilidad que conduce a cualquier espectador a ese proceso. Y no es nada sencillo hacerlo. Especial, diferente, sin ninguna duda una de las mejores películas españolas del siglo XXI.
Imágenes: Verano 1993 – Avalon
