El documental de Jordi Évole y Màrius Sánchez deja que Josu Urrutikoetxea, alias Ternera, se retrate como un cínico que habla de empatía pero sigue considerando justificados todos sus actos
‘No me llame Ternera’ es una batalla por el relato, pero del terrorista contra sí mismo

No me llame Ternera empieza con una breve entrevista a Francisco Ruiz Sánchez. En 1976, Francisco ejercía como policía municipal en Galdácano, Vizcaya, donde había vivido desde niño cuando sus padres se mudaron desde La Mancha. El 9 de febrero le tocaban labores de escolta del alcalde, Víctor Legorburu Ibarreche, amenazado por ETA y al que ya le habían llegado a quemar el coche. Caminaban juntos por la calle, desde la vivienda del mandatario hasta su vehículo, cuando le salieron al paso un grupo de terroristas que abrieron fuego contra ellos. Francisco recibió hasta 12 balazos, a pesar de intentar refugiarse entre dos coches aparcados, pero sobrevivió. Legorburu no.
Años después, ya jubilado y residiendo en Ciudad Real, el expolicía contó su experiencia en un libro, donde explicó que al salir del hospital, tras cinco meses de recuperación y todavía en silla de ruedas, él y su familia tuvieron que sufrir el vacío por parte de sus vecinos, e incluso desprecios y amenazas públicos por parte de algunos de ellos. Como ya se ha publicado en la previa del estreno del documental, en la larga entrevista que es No me llame Ternera, Josu Urrutikoetxea, alias Ternera aunque no le gusta mucho que lo llamen así, confiesa a Jordi Évole que participó en dicho atentado, en labores logística que no aclara, pero, según él, no disparando.
La película, una versión extendida y con más nivel de producción de lo que podría ser perfectamente una entrega del programa de Évole para televisión en abierto, abre y cierra con Ruiz, blindándose ante el inevitable ataque a cualquier producto audiovisual que trate sobre la banda terrorista poniendo el acento en las consecuencias de las acciones de Ternera. Por cierto que “acciones” es como sigue llamando el citado terrorista a los atentados. Si son islamistas o similares —el 7J de 2005 lo pilló en Londres—, los califica de “atentados”, pero si son de ETA, son “acciones”, y las motivaciones de los mismos “análisis políticos” de una dirección a la que no admite haber pertenecido.
La batalla del relato
No me llame Ternera consiste en la consabida batalla por el relato, algo que el ex dirigente de ETA admite abiertamente, aunque ni Évole, que se lo pregunta directamente, ni el espectador acaben de tener claro para qué concede esta entrevista, cuál su objetivo. En libertad provisional en Francia y con cargos pendientes tanto allí como aquí, Urrutikoetxea no aporta apenas nueva información exceptuando su participación en el tiroteo de Galdácano. Sólo deja claro, como comenta Francisco Ruiz al final del documental, que aunque diga que lo siente, no se arrepiente de nada. Y que cuando dice que todas las muertes fueron “evitables” no se refiere a su propia mano.
La entrevista es un repaso de la trayectoria terrorista del interfecto en el que este esquiva como puede los intentos del periodista porque condene la violencia o muestre algún tipo de remordimiento. Él mismo se retrata porque, a pesar de insistir en que lleva una mochila con “su responsabilidad”, si se le pregunta por los atentados del Hipercor de Barcelona —19 de junio de 1987, 21 muertos y 45 heridos— o la casa cuartel de la Guardia Civil de Zaragoza —11 de diciembre de 1987, 11 muertos y 88 heridos— descarga todas esas víctimas en el Estado por no desalojar a tiempo, incluidas las viviendas de los agentes. Usa varias veces la palabra “empatía”, pero si le hablan de los 519 días enterrado en vida de Ortega Lara, le opone las condenas de cárcel a sus compañeros etarras.
Urrutikoetxea parece por momentos una versión siniestra del típico politicastro enfadado de los 80 que de repente se da cuenta de que las nuevas generaciones no valoran bien su “acción política”. Se diría que ha pedido a sentarse con Évole porque ve que el relato de lo que considera decisiones justificadas ya no está en sus manos, pero que al mismo tiempo no se atreve a decir todo lo que piensa por miedo a las consecuencias legales. De manera que, igual que todos esos mandamases jubilados, queda como un hombre ridículo y confuso, solo que en su caso es peor, porque defiende poner coches-bomba en supermercados.
Así que sí, es todo relato. Es “relato Ternera” queriendo justificar como acciones motivadas por circunstancias políticas sus atentados —en los que admite haber tenido parte y en los que no— y es Évole, con toda la educación del mundo mediante, cuestionándole si sus afirmaciones no son un tanto cínicas. Acusándolo de cambiar de estrategia (de las armas a la negociación) ante los batacazos sociales y electorales de la izquierda abertzale posteriores al asesinato de Miguel Ángel Blanco en 1997. E incluso definiendo los asesinatos de empresarios que se negaban a pagar el “impuesto revolucionario” de práctica mafiosa, afirmación recibida por el terrorista con una risa socarrona. Por supuesto, lo justifica, asegurando que esas personas “se habían puesto en medio del conflicto y conocían las consecuencias”.
El relato de la batalla
Se podría decir que ese es todo el pescado vendido, que lo que queda aquí es definir los términos de cómo contará cada cual esos 60 años de violencia. Que por esa batalla del relato, puramente visceral, hay personas capaces de firmar un manifiesto pidiendo que se retire una película de la programación de un festival sin antes verla. Que por eso Ternera siente la necesidad de explicarse, aunque sea ante alguien que la mayoría no sabemos quién es exactamente. Que por eso Évole no hace preguntas sobre hechos fácticos que sabe que su entrevistado no le va a responder, porque no lo haría sinceramente ni ante un tribunal, sino sobre sentimientos o sensaciones.
Pero en realidad no es así, y Évole y su codirector Màrius Sánchez lo saben. Por eso No me llame Ternera empieza y acaba con Francisco Ruiz Sánchez, hijo de migrantes manchegos en Vizcaya, fontanero hasta que decidió sacarse la oposición de policía porque tenía cuatro hijas y necesitaba un sueldo estable en casa. Porque este hombre recuerda que quedan aún 330 casos por resolver relacionados con la banda terrorista, 330 atentados de diferente tipo con sus víctimas que siguen sin aclarar y que dependen de la voluntad de confesiones, voluntarias o involuntarias, como la de Urrutikoetxea.
Finalmente No me llame Ternera nos habla de una sociedad muy infantilizada, donde no existe el matiz, en la que hay quien vive como una agresión que se le dé voz al que considera el enemigo, aunque sea para que se retrate como un ser miserable y violento que tiene la desfachatez de querer quedar “bien” ante la Historia. Una posición que no está tan lejos de la del propio Ternera, que consideraría una cesión admitir que los “acciones” fueron crímenes, no actos justificados, y que poner una bomba con el objetivo de llevarse por delante al que pase por allí es un acto injustificado sea uno islamista o nacionalista de donde sea.
Por cierto que finalizando su parte del documental, el periodista le pregunta al exdirigente (o no) etarra si tuvo sentido todo aquello. Los 60 años de violencias de todo tipo, con mínimo 854 asesinados y más de 3000 heridos. Y Ternera admite que eso es como preguntarle si su propia vida ha tenido sentido. Y que para él alguien que afirmase que no, que 50 años de su vida no han tenido sentido, sería alguien “monstruoso”.
Imágenes: No me llame Ternera – Netflix
