La de Víctor Conde supera el homenaje vacío a la ‘nouvelle vague’ gracias al compromiso con un grupo de sufridos personajes
Venus empieza con la entrada de Jorge (Antonio Hortelano) a una cafetería tras el funeral de su padre. Allí se encuentra con Alicia (Ariana Bruguera), su viejo amor de juventud. Poco después, en ese mismo lugar, Paula (Paula Muñoz) se topa también con Mario (Carlos Serrano-Clark) tras cinco años sin verse. Sin moverse de allí, empieza el viaje por el tiempo de Jorge y las personas con los que está conectado.
Víctor Conde ha adaptado su obra de teatro al cine, y le ha salido un drama romántico muy intenso. La película está apoyada por referencias estilísticas y conceptuales de la nouvelle vague francesa, aunque no hace falta haber visto una sola película de Godard para entenderla. Es verdad que tener presente el lenguaje, por ejemplo, de Vivir su vida (1962) —especialmente homenajeada— puede ayudar a codificar más rápido lo que plantea Conde, pero hay un esfuerzo por dar con una propuesta para 2023 que supere la simple mitomanía nostálgica o el intelectualismo añejo o de postín.
Así sale adelante una película que va con todo desde su primer plano. El altísimo nivel de compromiso emocional que pide pasa de resultar impostado a tener un sentido que solo se encuentra en una cafetería de pasados comunes. Pese a que en algún momento su miedo a no explicarse la traicione, la sincera búsqueda de lo que hay detrás de cada uno de sus personajes acaba contagiando.
De Godard a la historia de amor

Aunque, como decimos, no obliga a la cinefilia,Venus quiere hacer muy presente —a veces, incluso forzándolo un poco también en los diálogos— que está remitiéndose al cine francés de los años 60, a la ola modernizadora que todos conocemos como nouvelle vague. Una presencia hecha imagen a través de un blanco y negro, en 50 mmm y 4k en formato 2.35 (buen trabajo de Pol Turrents), que actualiza el tono y el grano de cualquiera de las primeras películas de Godard o Truffaut.
Pero la elegancia atemporal que da la imagen, de halo de bohemio café parisino, no solo es utilizada para crear una acertada sensación de irrealidad. La remisión a la Nouvelle Vague pasa de la sospecha de look caprichoso a una referencia con sentido también en el lenguaje cinematográfico, que se sirve con inteligencia de una narración no lineal. El blanco y negro aúna en una misma página los saltos de una referencia temporal a otra, un truco tanto para dar pistas como para confundir al espectador.
Los puntos y aparte los establecen los nombres de los personajes, en otra referencia, dejando claro que lo que importan son ellos. Es en el fuerte compromiso con sus vidas desde el guion, encapsuladas en amores y espacios compartidos para segundas oportunidades, donde Conde supera el ejercicio de gimnasia intelectual de ópera prima. El destino trágico que impregna a los personajes podría compartirse con el de El desprecio (Jean Luc Godard, 1963), pero acaba haciéndolo suyo.
Venus y el estar implicado

Puede resultar un poco más difícil entrar en la implicación emocional al 200% que pide Venus desde el primer segundo —su inicio es una interpelación directa al espectador—, pero va de frente. Si se entra, se comprenderán la poca naturalidad de los diálogos, de férreo control teatral, y hasta ciertas sobreexplicaciones miedosas. Su transparente intensidad convierte en cínico cualquier intento de separarse de su torbellino de sufrimientos.
Por eso hay que entregarse a Venus para poder disfrutarla. Y todo está a favor de obra en una película que respira el ‘todos a una’ desde el apartado técnico hasta las interpretaciones. De hecho, la película deja varias secuencias para el recuerdo también por su bien seleccionado reparto: desde el difícil papel de un Antonio Hortelano que ya remite al pasado para toda una generación, al juego madre e hija con Lolita y Elena Furiase, hasta llegar a la emocionante aparición de Juan Diego. A entregarse.
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