Mezcla atmosférica entre el mito y el duelo por la pérdida.
Nombre reconocido en el cine gallego de la última década por méritos propios, Lois Patiño ha venido forjando su propio sello en hasta siete cortos y un largometraje –Costa da morte (2013)- que se mueven entre el ensayo atmosférico, el estudio de su tierra y la exploración paisajística. Propuestas que no entrarán en el catálogo de Netflix, pero que han demostrado muchas ideas y un estilo propio. Ahora Patiño dobla la apuesta con esta ambiciosa y mitólogica Lúa vermella.
Todo parte de un pueblo costero, conmocionado ante la desaparición de un legendario marinero local en el mar. Este personaje llamado El Rubio -El Rubio de Camelle se intrepreta a sí mismo; ha rescatado más de 20 cuerpos en las aguas del Atlántico- habría sido devorado por un monstruo al intentarlo cazarlo, dejando a sus vecinos paralizados y a merced de esa criatura. La indefensión ante el entorno y los efectos de esta muerte en el alma colectiva del pueblo son los ejes centrales de Lúa vermella.
Detrás de la desaparición de El Rubio, que nos habla desde el fondo del mar al principio de la película, está la propia naturaleza. Una naturaleza que cubre todo lo que de fantástico, terrorífico, real y onírico tiene Lúa vermella. Lo mejor que hace Patiño es precisamente transportarnos a una especie de trance en el que las fuerzas de la tierra solo se pueden entender y contrarrestar a través de lo sobrenatural, con una leyenda colectiva gallega que en realidad es un constructo que nos hemos dado entre todos para poder convivir con la muerte.
Esa mezcla atmosférica entre el mito y el duelo por la pérdida es el gran hilo conductor cinematográfico de Patiño. Las mejores ideas visuales, sonoras y fotográficas que tiene Lúa vermella vienen de este concepto, que se va explicitando cada vez más en lo que ocurre mientras se va en busca de El Rubio. La más innovadora, en un estudio pictórico casi kubrickiano, es la de presentar a todos los habitantes del pueblo como seres inmovilizados (ya presentes en su corto Fajr), presos de sus pensamientos, porque el guardián que los separaba del monstruo del mar -que es el propio mar- ya no está.
Esos restos de “almas en el paisaje” son registradas por la fotografía de Lúa vermella con especial interés no solo en los colores y las luces, sino también en los niveles y texturas de los elementos naturales y los cuerpos en plano, que acaban adueñándose de la imagen. Es una de las fascinaciones y marca de la casa de Patiño, muy concentrado desde siempre en este tipo de espesores: se pueden ver en Costa da morte y en todos sus cortos – en Estratos de la imagen la fascinación como observador es directa-, y aquí se lleva al máximo en varias geniales escenas de su parte final.
Suspendida en un limbo temporal y alejada del ritmo del montaje tradicional, sin realidad definida y moviéndose en conceptos abstractos, Lúa vermella no es una película para ver en la pantalla del ordenador mientras chequeas el móvil de vez en cuando -de hecho, la abstracción de una sala de cine es ideal para esta película-. Está muy lejos de las nociones narrativas del cine comercial, y es lo es lo que puede provocar más desconexión al ojo entrenado del público, incluso del cinéfilo tradicional. En este sentido, un par de anclajes narrativos más -los intertítulos funcionan para el mito pero como compensación son insuficientes- no habrían cambiado ni traicionado la propuesta.
Lúa vermella es una película importante tanto para la carrera de su director, que parece haber entrado en una etapa de más certezas y menos indagadora, como para el último cine gallego: la de Patiño parece confirmar una madurez diferente entre aquella avanzadilla de directores que empezaron a hacer otro tipo de películas hace diez años en Galicia y que motivaron la etiqueta de Novo Cinema Galego. Lo confirman Longa noite (Eloy Enciso, 2019), por supuesto la capital Lo que arde (Oliver Laxe, 2019) y ahora lo hace esta sugestiva película de brujas, lunas rojas y monstruos marinos.
