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‘Los últimos de Filipinas’: España frente al aislamiento internacional

La película de Antonio Román de 1945 es una ambivalente articulación de una metáfora sobre la resistencia que se vinculaba con el presente del país

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El cine histórico, en su representación de un pasado concreto, está sujeto a numerosas tensiones contradictorias que lo definen simultáneamente como entretenimiento y educación, documento y ficción. En el corazón de este cine se evidencia, pues, la compleja (¿imposible?) conciliación entre la labor del historiador frente a la labor del artista. Como es obvio, el medio cinematográfico, nacido a finales del siglo XIX, no puede captar realidades de momentos pretéritos anteriores a él, por su propia condición moderna.

Es decir, que, tal y como dice el académico Santos Zunzunegui, el cine sería necesariamente más productor de Historia que testigo de ella. Toda película denominada «histórica» no puede escapar de esta paradoja y, en muchos casos, imprime el carácter presente de su contexto de producción a los eventos que pretende representar, voluntaria y/o involuntariamente. 

El cine histórico español durante el franquismo

No nos pillará muy de improviso descubrir lo fructífero de los diferentes relatos del pasado y su potencial aptitud para la utilización propagandística o, cuanto menos, sesgada. Dentro del cine español de la primera etapa del franquismo, se observa que esta era una dinámica común, mediante la enfatización de periodos de la historia de España muy específicos.

Normalmente, las etapas a ensalzar venían a ser la imperial, iniciada por los Reyes Católicos y continuada por los Austrias, así como la resistencia contra la Francia napoleónica durante la Guerra de la Independencia. De este modo, sus temas típicos estaban impregnados de una impronta siempre nacionalizadora (y de vocación expansiva hacia ultramar) y hostil ante cualquier gesto extranjerizante.

Por destacar un ejemplo representativo, cierto cine de Juan de Orduña evidenciaría esta vertiente “de prestigio”, la cual solía atesorar denominaciones al “Interés Nacional”: Locura de amor (1948), Agustina de Aragón (1950) o Alba de América (1951) son excelentes prototipos de ello. En este gesto triunfalista del cine histórico de Orduña, no hay duda alguna del porqué en la elección de dichos momentos históricos, al considerar que la imagen del pasado imperial viene a reforzarse sin ambigüedades.

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Precisamente por ello podría sorprender que, para Los últimos de Filipinas (Antonio Román, 1945), se escogiera la representación del sitio de Baler, el cual, a fin de cuentas (si bien resistencia heroica mediante), viene a ser la historia de una derrota que certifica el ocaso del imperio

La contradicción aparente en el corazón de Los últimos de Filipinas

Para entender el papel de este evento histórico, primero es necesario recalcar el contexto sociopolítico en el que se gesta la película de Antonio Román: la finalización de la Segunda Guerra Mundial, con el ostracismo internacional que conlleva para la España de Franco. El régimen, aislado del mundo, cuestionado y empobrecido, asumiría simbólicamente una posición defensiva que podría materializarse en la imagen de un grupo de soldados encerrados en una iglesia aguantando los embistes del “Otro” exterior.

Mientras que las películas que se proyectan en el pasado hasta los Reyes Católicos cumplen una función nacionalizadora más didáctica, Los últimos de Filipinas asumiría una condición metafórica que contesta, casi directamente, a su presente. El relato histórico es el relato de la resistencia española contra las adversidades, contra el aislamiento y la conjura exterior.

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Esta defensa desesperada se encomienda a dos brazos esenciales para el franquismo: el militar y el religioso. Así pues, la conjunción entre disciplina militar y sacrificio por la Patria al amparo del catolicismo es el eje que vertebra la resistencia frente al asedio. El filme de Antonio Román es capaz de evidenciar unos valores específicos desde su forma, más allá de la simbología de la iglesia, como se puede comprobar en la secuencia de la jura de bandera antes de enfrentarse a los filipinos sublevados. A un contrapicado que genera sumisión hacia la bandera y la cruz le sigue un picado desde el que vemos, empequeñecidos, al colectivo homogéneo que protege la nación. A continuación, la cámara dignificará a los soldados con un ligero contrapicado a nivel del suelo, que los engrandece, así como un plano subjetivo que nos posiciona (e identifica) del lado de ellos.

Finalmente, un travelling lateral muestra, en plano medio conjunto, las caras de algunos de estos soldados, únicamente para finalizar con el valeroso teniente en primer plano, ejemplo sobresaliente de la jerarquía de la «raza». En un solo minuto, Los últimos de Filipinas establece prioridades, lealtades, adhesiones y jerarquías que debían ser reflejo de la España franquista: disciplinada y sacrificada ante los símbolos a los que debe su existencia.

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La respuesta de los soldados al desafío de Baler es la respuesta que los españoles han de dar al aislamiento y al clima de derrota. La réplica ha de ser obstinada y agresiva, el testimonio de la resistencia, concisamente explicado en la película: “No es un desafío. Es simplemente dar fe de que estamos aquí. De que estamos aquí, y de que no pensamos marcharnos”. De esta manera, la historia del declive del imperio se convierte en la historia de la dignidad española frente las adversidades propiciadas por lo extranjero. Aunque, como veremos, no es esta la única contradicción que Los últimos de Filipinas ha de navegar.

Estados Unidos: enemigo y amigo circunstancial

El enésimo ejemplo de la adhesión parcial a los hechos pasados en el cine histórico lo encontramos en el ambiguo papel de los estadounidenses en la cinta de Román. Tras la perdida guerra por Cuba, España se vio obligada a entregar Filipinas a los Estados Unidos, por lo que sería de esperar que, en la película, dicho país sería antagonista si tenemos en cuenta su papel en la historia real. Sin embargo, la aparición de los estadounidense en Los últimos de Filipinas es más bien amistosa, en su reconocimiento de la valentía de los españoles. Para entender en mayor profundidad esta decisión debemos acudir, de nuevo, al contexto de producción.

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Aquí se halla una fascinante contradicción en su discurso. Por un lado, España se defendería orgullosamente de todo ataque exterior pero, por otro, se sabe necesitada de ayuda. Esa ayuda, en el contexto presente y con una estrategia geopolítica en mente, comienza a vislumbrarse en el gigante norteamericano. Derrotado el Eje, la táctica del Franquismo es buscar apoyo en los Estados Unidos a través de su compartida aversión por el comunismo internacional.

De este modo, en la visión histórica de Los últimos de Filipinas no importarían tanto los hechos reales como los intereses de la España del presente. Sí, celebremos la valentía española contra el aislamiento internacional, pero, también, guiñemos el ojo a nuestra posible salida de ese mismo aislamiento.

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La película de Antonio Román es, en definitiva, un admirable ejemplo de los equilibrismos a los que se enfrenta todo cine histórico y, en este caso, un cierto cine histórico franquista. Los últimos de Filipinas conforma una reflexión y respuesta únicas, vinculadas al presente de la España de 1945 en su ambivalente articulación de una metáfora sobre la resistencia, así como el atisbo de una escapatoria futura. 

La puedes ver online en

Imágenes: Los últimos de Filipinas (Antonio Román, 1945)
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