La cineasta vasca estrena ‘20.000 especies de abejas’, gran ganadora del Festival de Málaga y señalada ya como una de las óperas primas del año
«Si el País Vasco fue uno de los últimos territorios en ser cristianizados, será uno de los últimos en descristianizarse»

Estibaliz Urresola Solaguren (Bilbao, 1984) es una de las cineastas españolas más solicitadas del momento. Estrena 20.000 especies de abejas, la película española mejor valorada de la primera parte del curso, señalada por sus premios en el Festival de Berlín y tras triunfar como gran ganadora del Festival de Málaga. Tras el gran aval del circuito de festivales, llega el del público para esta historia de una niña trans en busca de su espacio en una familia vasca durante un verano.
La directora recorre estos días todos los espacios posibles para que 20.000 especies de abejas consiga un efecto parecido en cines, en las mismas fechas, al que lograron Alcarràs (Carla Simón, 2022) o Cinco lobitos (Alauda Ruiz de Azúa, 2022) el año pasado. Estibaliz Urresola atiende a Cine con Ñ para hablar de dónde viene ese interés por las abejas para amarrar su discurso sobre la diversidad y la maleabilidad de identidades en su ópera prima de ficción o de qué la conecta con la cultura vasca.
¿Por qué usar a las abejas como principal referencia a la hora de fijar esas distintas identidades de la que habla la película?
Lo primero, porque las abejas son garantes de diversidad en la naturaleza. Eso creo que, consciente o inconscientemente, sí que está en el imaginario colectivo. Luego también es verdad que cuanto más me he acercado al entorno de las abejas, la metáfora me iba dando cada vez más oportunidades de seguir trabajando en los aspectos del guión. Por ejemplo, en el hecho de conocer que dentro de la colmena hay distintas abejas, con distintas funciones específicas, me permite hacer un juego en la narración con algo parecido. No solo para crear una escena en concreto, sino para pensar a los personajes de esa forma.
De ahí continuo y me doy cuenta que una colmena funciona como algo más que la suma de sus miembros, sino que es un organismo vivo en sí mismo. Y también algo de eso hay en la familia, que es también una suma de elementos presentes pero también pasados, de muchas herencias y silencios. Luego también descubrí que, aunque el mundo de la escultura ya estaba en la película, descubrí que existe algo llamado bronce a la cera perdida, escultura hecha con la cera de las abejas. Fue como magia cuando descubrí que me iba a permitir conectar esos dos mundos.

Ese acercamiento a la escultura tiene mucho que ver con quienes somos, con la identidad como algo vivo, natural, maleable y adaptable. A medida que nos vamos haciendo mayores, y nos vamos plegando a muchos de los ordenes que la sociedad nos va imponiendo, nos vamos convirtiendo en esa figura de cera rígida, con una parte que es más difícil que se adapte a nuevas realidades.
Es casi ya un cliché de cinéfilo o periodista de cine oír hablar de abejas como ente colectivo y no pensar en El espíritu de la colmena (Víctor Erice, 1973). Además de este homenaje para hablar de esta inconsciente de grupo, ¿con qué otras referencias trabajaste para ese mundo de abejas?
A veces el proceso de creación es raro y no sabes muy de dónde vienen ideas y conceptos cuando te vas empapando de ellos. Creo que el mundo de las abejas me viene de un libro que se llama La vida secreta de los árboles (Peter Wohlleben, Obelisco, 2015), que habla de cómo los árboles están conectados y se comunican entre sí. Aunque luego se convirtió en las abejas, me resultó muy importante para esa idea de cómo se crea interdependencia no solo entre las personas, sino también en el mundo natural.
Por otro lado, había una balada vasca muy antigua que hablaba sobre la abeja como un animal sagrado. Es una canción muy arcaica, anónima, que habla de cómo la abeja puede iluminar el camino, en la oscuridad. Me resultaba muy evocador. Luego también descubrí que había unas investigaciones antropológicas de Julio Caro Baroja y José Miguel de Barandiaran en el País Vasco que vieron que existía este hábito de informar a las abejas sobre los episodios más importantes dentro de las familias en muchas comunidades. Daba mala suerte no hacerlo.
Trato especial para las abejas…
Se les otorgaba a un rango y una identidad muy importante. Para las familias que cuidaban de abejas, eran mucho más que insecto cualquiera: en euskera se les habla de usted a las abejas para referirse a ellas, por ejemplo. Cuando se habla de que un animal ha muerto no se usa la misma palabra que la que utilizas cuando dices que una persona ha muerto. Es distinto. Pero si la abeja muere se utiliza la misma palabra que con las personas. Luego, por otro lado, descubres que en casi todas las culturas tienen una parte de esa tradición, como es el caso de la egipcia, en el que las abejas son considerados animales que nos conectan con lo divino. Hay algo ahí.

Esa conexión local se exprime también dentro de las creencias de la propia familia de la película. La que mantiene un vínculo y esos mitos populares de las abejas es la tía (Ane Gabarain) mientras que la madre (Itziar Lazkano) está más conectada con valores y tradiciones religiosas cristianas. ¿Cómo funciona la cultura vasca en la película a la hora de crear esas identidades?
Sí, estas dos hermanas son dos caras de la misma sociedad vasca, que por una parte creo que tradicionalmente ha estado muy ligada a sus paisajes, a la convivencia con la naturaleza y al entendimiento de ese formar parte de ser un organismo más de la naturaleza, para dialogar con ella desde el respeto. Y la otra está más ligada a lo religioso. Si el País Vasco fue uno de los últimos territorios en ser cristianizados, seguramente será uno de los últimos en descristianizarse. la Iglesia está muy fuertemente arraigada.
Esta «doble alma» se puede ver también en otra película vasca reciente, Irati (Paul Urkijo, 2022), en el que el cristianismo entra en el territorio y choca con las tradiciones paganas ya arraigadas.
Sí, es interesante ver cómo se producen esos sincretismos entre esas dos visiones. Luego en la película también están representadas, si quieres de forma más anecdótica o como apunte, a través de las músicas que nos invitan a escuchar cada uno de estos dos personajes. Sergio y Estibaliz coincidían en el tiempo en el País Vasco con una música en euskera como la de Lourdes Iriondo, que es la que se escucha en euskera en esa furgoneta que conduce el personaje de Lourdes (Gabarain). Son esas dos partes de una cultura en un momento concreto que les corresponde a ellas.

El territorio también es importante dentro de esa hibridación de espacios que hay en la película, en la que se une de repente el más puro rural con lo urbano. ¿Cómo se relaciona el espacio con la idea de fondo?
Me interesaba muchísimo en esta zona del País Vasco en la que nací en la que te encuentras espacios naturales con otros totalmente industrializados. Con un telón de fondo natural muy fuerte. Eso a mí me ayudaba a seguir plasmando esa reflexión que empuja la película todo el tiempo: si la identidad es una realidad íntima, natural y propia o si es una reproducción continua de símbolos y límites que van configurando eso que llamamos ser hombres y mujeres, organizados socialmente de esa forma.
Me interesaba ese ruido, invisible pero presente constantemente en las escenas de la casa. Habla de esa fabricación y ese resultado de lo que podemos ser pero que también se combina con esa presencia en otros espacios más naturales, abriéndose también a otras dimensiones. El espacio de la piscina o el centro comercial siguen ampliando esa esfera de ordenación social, de ese fondo del que no pueden dejar de formar parte como familia o individuos.
Imagen de portada: Estibaliz Urresola – Laia Lluch
