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‘El pisito’: El esperpento cinematográfico como respuesta al malestar social

La película de Marco Ferreri funciona como relato contrahégemonico, testigo de la crisis de la vivienda que se vivía en la España de entonces

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España, finales de los años 50. Fue esta una época de reconstrucción y remodelación de las ciudades, que se recuperaban aún de las secuelas de la guerra y trataban de asimilar el masivo éxodo rural hacia la urbe. Estos complicados procesos se publicitaban por los medios oficiales ejemplificados en el NO-DO como una incipiente prosperidad que subrayaría la construcción de grandes edificios como la inauguración de la Torre de Madrid en 1957. Poco tiempo después, aparecerá El pisito (Marco Ferreri, 1958), filme que funcionará como relato contrahegemónico testigo de la crisis de la vivienda sufrida por cientos de miles de familias. 

No en vano, Víctor Erice y Santiago San Miguel identificarían en 1961 al legendario Rafael Azcona como el iniciador de una nueva corriente cinematográfica, cuyo negrísimo humor se vincularía con un realismo deformado muy cercano a otros autores españoles de siglos anteriores. En El pisito se encontraría, pues, una visión rabiosa contra la realidad, deformada profundamente desde el humor como respuesta a unas circunstancias inasumibles. Erice y San Miguel criticarían una supuesta gratuidad en la representación de la crueldad de la que harían gala películas posteriores como El cochecito (Marco Ferreri, 1960) o Plácido (Luis García Berlanga, 1961) —observación que aquí no se comparte—, pero esa es otra historia.

El funcionamiento del esperpento cinematográfico

El pisito, en su impulso deformador, se aleja de sus personajes desde un gesto puramente anti-melodramático que genera una dicotomía espacial devastadora: Espacios cerrados en planos de conjunto abigarrados de personajes vs. Espacios abiertos en grandes planos generales que empequeñecen hasta el ridículo a los protagonistas. De este modo, consigue provocar simultáneamente una sensación de agobio en interiores —todos viven arrejuntados, con varias familias en un mismo domicilio— y un desequilibrio insuperable en exteriores —el individuo como monigote frente a hileras de gigantescos edificios ocupados—. 

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Esta concepción del espacio es una de las claves para entender la miseria moral de todos los personajes, en una película que, desde su premisa, evidencia un fatal darwinismo social, un ‘sálvese quien pueda’: el hecho de que una pareja considere que la mejor manera de conseguir una casa propia es que él se case con la anciana dueña del piso y esperar a que se muera para heredarlo da fe de una situación horrenda.

La frivolidad y el egoísmo generalizado se traducirían formalmente en la composición de imágenes de impronta goyesca, esperpéntica, en la que los personajes van perdiendo rasgos humanos —pensemos en los estertores moribundos de la pobre Doña Martina— o son emparentados directamente con animales que han sido “cazados”, como Rodolfo y Petrita, una pareja atrapada por la vida que le ha tocado vivir —atentos a la rima visual entre los dos y esa cabeza de caballo ensartada por dos lanzas—.

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El pisito, ¿los orígenes de la crueldad?

Lejos de esa peligrosa gratuidad profetizada por Erice y San Miguel, la crueldad generalizada de El pisito deja vislumbrar con claridad un difícil contexto social que moldea estos comportamientos aberrantes. Por ejemplo, las expectativas sociales en torno al matrimonio han llevado a Rodolfo y Petrita a mantener un noviazgo de 12 años, porque, “lo correcto” era esperar a tener una casa propia. La extendida relación, siempre expectante, los lleva –sin que se justifiquen sus acciones– a ser profundamente infelices.

El aspecto económico es, como no podía ser menos, capital. En este sentido, la película de Ferreri muestra unas condiciones laborales precarias, en las que los sueldos son demasiado bajos para conseguir la ansiada vivienda. Personajes como el jefe de Rodolfo adquieren una mayor importancia aquí, ya que son individuos con poder que se niegan a ver la realidad, maltratando a sus trabajadores por el camino: “A trabajar, a trabajar, a trabajar. ¿Qué tendrá que ver el sueldo con el lío de la vivienda? Aquí el que no corre, vuela”.

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Rodolfo: el individuo indefenso ante sus circunstancias

Representativo de esta situación, el protagonista interpretado por José Luis López Vázquez hace suya la imposibilidad del individuo a la hora de hacer frente a circunstancias que le superan. Desde lo visual, de hecho, Rodolfo aparece constantemente encerrado o abandonado en el plano, ya sea en su trabajo, en sus distintas relaciones sociales o por «las mujeres de su vida». Su papel de hombre emasculado –tan común en las posteriores colaboraciones Azcona-Berlanga– es el ejemplo más palmario de la supeditación del individuo a lo externo.

Así llegamos a una de las escenas finales que sintetiza magistralmente estas cuestiones: la marcha fúnebre por Madrid. En este plano secuencia la ciudad se revela espacio donde la muerte está normalizada, completamente integrada en la realidad urbana. Lo fúnebre convive con lo cotidiano; el tráfico continúa y la gente sigue con su vida.

De repente, la cámara se detiene y nos encontramos con un plano fijo de escalofriante poderío visual y ambigua lectura. Por un lado, refleja el enésimo ejemplo de la orfandad de Rodolfo, pequeño ante el símbolo mortal y a un extremo del encuadre. Por otro, la elección del lugar donde se detiene la cámara, tras unos interminables segundos, no parece gratuita en absoluto: han pausado la marcha frente al Banco Central. El contraste es, en consecuencia, brutal, y nos devuelve a la reflexión sobre el origen de la crueldad social. ¿Cómo leer esta decisión? ¿Es acaso el símbolo de una situación económica que reproduce muerte? ¿Es la entidad financiera sinónimo de la codicia de los personajes?

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El pisito se articula como esperpento cinematográfico el cual, desde un humor corrosivo estrechamente vinculado con la realidad social, genera un disenso ambiguo, diferente del que puede proponer una película “seria”. Y es que, a través de la comedia, el desvío de la moral convencional parece no tener que tomarse en serio, parece un simple juego. No obstante, como atestiguan más filmes esperpénticos como El cochecito (Marco Ferreri, 1960), Plácido (Luis García Berlanga, 1961) o El verdugo (Luis García Berlanga, 1963), el manejo de la deformación de ciertas normas y personajes es un poderoso caldo de cultivo para la crítica social.  

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