Dos obras en las que el director evidenció que para él el cine y el teatro conforman un original viaje de ida y vuelta
‘El baile’ y ‘La vida en un hilo’: cine y teatro en Edgar Neville

La confluencia entre literatura y cine es uno de los rasgos distintivos de la obra cinematográfica de Edgar Neville. Inspirado por la figura de Ramón Gómez de la Serna, que se convirtió desde bien joven en su gran referente y mentor, este artista polifacético concibió siempre el cine como un arte de contar historias, una nueva y creciente disciplina que en las tres primeras décadas del siglo XX había ampliado las capacidades narrativas del ser humano. Al igual que ocurriera con el cine en general, Neville supo ver que la literatura podía constituir la mejor materia prima sobre la que moldear ese arte que le había encandilado profundamente durante su estancia como diplomático en Estados Unidos.
Más preocupado por la labor artística que por el proceso técnico, el guion supuso siempre una preocupación esencial a la hora de llevar a la gran pantalla relatos que en muchas ocasiones habían surgido como inspiración de obras literarias contemporáneas. Esa pasión por las letras le llevó a publicar en 1929 su primera novela, Don Clorato de Potasa, al tiempo que iría escribiendo numerosos cuentos y relatos humorísticos en diferentes medios de la época. Pero en su afán por dar rienda suelta a ese desbordante torrente creativo del que estaba dotado no tardaría en encontrar en el teatro una de las disciplina en la que consiguió brillar especialmente y cuyo trabajo sería mejor acogido en su tiempo que el que realizase paralelamente como realizador.
Edgar Neville, en una imagen de archivo.
Aunque su primera obra teatral se remonta a 1934 con el estreno de Margarita y los hombres, su gran efervescencia creativa dentro de la dramaturgia no explosionó hasta los años 50, después de pasar más de una década centrado especialmente en su faceta de cineasta. Cansado de la poca repercusión que el cine tenía para sus contemporáneos, en la década de los cincuenta derrochará toda su dote creativa en el teatro, el género que le produciría mayor satisfacción personal. A pesar de todo, durante esos grandes años de plenitud artística, Neville supo establecer una suerte de dialéctica creativa entre teatro y cine que podemos considerar inaudita dentro de nuestra historia cinematográfica.
Imbuido de un espíritu claramente orteguiano de entender el teatro, el realizador y dramaturgo madrileño entenderá las artes escénicas como una de las mejores fuentes de evasión de esa cruda realidad que se vivía en aquellos duros años de posguerra. Más que un género literario, el teatro será concebido como un entretenimiento, un «juego liberador» de los pesares y pesadumbres que el espectador arrastra, un artificio que nos sumerge en una sostenida ilusión de felicidad. Para conseguir este propósito, Neville desarrollará sobre el escenario aquello que había caracterizado gran parte de su filmografía: el humor.
Partiendo de estas premisas, vamos a centrarnos en dos de las obras más recordadas de Edgar Neville, aquellas que evidencian que para él el cine y el teatro conforman un original viaje de ida y vuelta. Hablamos de El baile y La vida en un hilo, dos obras que el realizador y dramaturgo llevaría tanto a las tablas como a la gran pantalla, pero en orden inverso. Mientras que la primera de ellas nacería como obra de teatro y más tarde la adaptaría para el cine, la segunda nació como película y muchos años después su historia sería trasladada a los escenarios.
El baile: La nostalgia del pasado y el eterno retorno de Edgar Neville
El baile constituye la primera gran obra de teatro que Edgar Neville escribió y dirigió en esa década dorada de los 50. Estrenada en el teatro Arriaga de Bilbao el 22 de Junio de 1952, esta comedia en tres actos nos plantea una original propuesta en torno al tema universal del amor a través de un reducido número de intérpretes y personajes: Conchita Montes (Adela y Adelita), Rafael Alonso (Julián) y Pedro Poncel (Pedro).
A partir de un argumento lineal aparentemente sencillo se esconde una tierna historia que ahonda en el tópico del paso del tiempo y el devenir imparable de la vida. La trama gira en torno a dos jóvenes, Julián y Pedro, amigos desde la época de estudiantes, que terminan enamorándose de la misma mujer, Adela, una joven honesta pero frívola en apariencia que vivirá unida indisolublemente a estos dos hombres, que con gran pundonor se prestan como custodios de su belleza y honorabilidad. Pedro es su esposo y Julián su más fiel y celoso amigo. Ambos, además de compartir a la misma mujer, comparten la misma manía: coleccionar insectos.
A pesar de todo, aunque les une el mismo amor y las mismas aficiones son caracteres totalmente opuestos. Julián representa el eterno enamorado que actuará siempre, a pesar de que no está casado con ella, como su máximo protector, a diferencia de Pedro, su marido, poseedor de un espíritu más abierto que le hace confiar plenamente en la fidelidad de su esposa. De este modo, Adela se convierte en el epicentro de la obra, personaje esencial sobre el que giran todos los acontecimientos y vicisitudes que les toca vivir a este trío tan compenetrado y divertido.
Además de la relación amorosa y de amistad entre estos tres personajes, el otro gran tema que se nos hace presente en la obra es el del paso del tiempo, un tiempo imparable que va desgastando a las personas hasta llegar a convertirse en el principal motivo de infelicidad para aquel que inevitablemente sufre sus estragos. Partiendo de esta premisa, cada acto representa un salto cronológico de 25 años en el cual se nos va mostrando la trasformación de unos personajes tanto física como anímicamente.
Ramón Rozas Domínguez en Literatura y filmicidad en la obra de Neville: un caso inusual (Nickel Odeon, Nº 17) lo describe inmejorablemente: «La obra irá evolucionando desde la felicidad inicial del primer acto, pasando por la amargura del segundo. Y recuperando la felicidad inicial en el tercero, desde la nostalgia que implica la presencia de Adelita, y los sucesivos bailes a los que esta asiste».
Y todo este desarrollo temporal se nos presentará sin salir del único espacio en el que transcurre toda la obra de teatro: el elegante salón de la gran casa que comparten los tres personajes. Un salón que marcará contextualmente el año en que se desarrolla cada acto dependiendo de los muebles y obras artísticas que decoren tal estancia. De este modo se pasará del estilo modernista y recargado del primer acto (estamos en el año 1900) a los elementos cubistas que caracterizan los cuadros que decoran el salón en el segundo (estamos en pleno desarrollo de la vanguardia en 1925), llegando, finalmente, a 1950 donde aparecerá una estancia menos decorada y mucho más fría, fiel reflejo de la austeridad que reinaba durante el régimen franquista.
Todos estos elementos permanecerán en la adaptación cinematográfica que el propio Neville dirigió en 1959, que constituyó su penúltima película y la primera de toda su carrera rodada en color. Manteniendo los mismos diálogos y las mismas secuencias, solamente se introducirán algunos cambios puntuales, obligados para su adaptación a un código distinto como es el audiovisual. Además de la inclusión de algún personaje secundario más (como los sirvientes de la casa), en la versión fílmica se cambia el actor que da vida al personaje de Pedro, interpretado en esta ocasión por Alberto Closas.
A nivel espacial, la movilidad que aporta la cámara le permitirá salir al exterior de la casa y recorrer otras estancias de la misma. Así, el espacio físico se ampliará: el parque del Retiro actuará como telón, remarcando, a través de las vestimentas, los vehículos y la evolución estilística del artista que siempre está allí pintando, el tiempo histórico en que nos encontramos en cada una de las tres partes en la que sigue dividiéndose la trama. En el interior de la casa los personajes abandonarán el omnipresente salón para conversar en otras estancias de la misma como la habitación de Adela, el despacho de Pedro o el balcón.
Pero si hay un elemento que cobre protagonismo principal en la versión cinematográfica este es la escalera de estilo modernista, casi un personaje más, que en ocasiones adquiere un marcado carácter simbólico como pasarela entre los dos niveles del hogar: el divino (la habitación de Adela en el primer piso) y el mundano (el salón y el despacho de Pedro en la planta baja).
Con su barandilla art nouveau, este recurso arquitectónico no solo constituiría un elemento decorativo importante para la película, sino que en ella se refleja la nostalgia de Neville por la belle époque, época en la que nació y de la que no pudo disfrutar. Es la misma nostalgia que recorre por las venas de Pedro y Julián veinticinco años después de haber muerto Adela al contemplar a Adelita, su nieta, con la misma energía vital y entusiasmo que su abuela.
Por ello, en la última parte del filme vuelven a sacar los muebles amontonados en el trastero desde hace cincuenta años y se deciden a revivir, tal cual, la noche en que Adela se puso ese traje de griega antigua con el fin de asistir al baile de disfraces, plan que finalmente se truncaría. En este sentido, Neville no duda en endiosar a su musa, Conchita Montes, una mujer que se convirtió en el centro de su vida al nivel en que el personaje de Adela lo es para Pedro y Julián.
Con El baile, Edgar Neville vuelve a reivindicar la nostalgia por un pasado que siempre fue mejor, una época dorada que representa el auténtico paraíso perdido que el convulso siglo XX se dedicó a destruir. Todo ello envuelto en un eterno retorno de la existencia, un devenir casi nitzscheiano donde los grandes momentos están condenados a repetirse y donde la ironía y el humor se muestran como la mejor forma de afrontar la condena que supone nuestro efímero paso sobre este mundo.
Puedes ver ‘El baile’ online aquí.
La vida en un hilo: la felicidad, ¿casualidad o destino?
Con La vida en un hilo (1945) nos encontramos el caso inverso a El baile dentro de esa interesante dialéctica que mantiene Neville durante su carrera entre el teatro y el cine. En esta ocasión primero escribirá el guion cinematográfico, un guion que se le ocurrió de manera espontánea tras preguntarse un día sobre el verdadero poder que tiene el azar en nuestras vidas.
En pocos días escribió la historia de aquella película que se convertiría a la postre en su obra cinematográfica más original y redonda. Tan satisfecho quedó con el resultado del filme, que 14 años después retomaría ese magnífico guion para darle forma teatral, convirtiéndolo en una obra que se estrenaría el 5 de marzo de 1959 en el Teatro María Guerrero de Madrid, bajo la dirección de Claudio de la Torre.
¿Quién no se ha parado a pensar alguna vez en lo cruel que puede llegar a ser el destino? ¿Qué fatales casualidades dictan que mi existencia sea esplendorosa o un auténtico calvario? Sobre estas interesantes cuestiones Neville construye una comedia con una estructura compleja donde muchos han visto la influencia del gran Ernst Lubitch. En la vida siempre se nos plantean alternativas, caminos que se bifurcan y donde tenemos que escoger irremisiblemente qué sendero seguir. En un segundo y sin darnos cuenta podemos estar decidiendo seguir el camino de la felicidad o el de la desgracia.
Así describía el mismo Edgar Neville el argumento de la película: «Una mujer joven conoce a dos hombres el mismo día; uno es buenísimo, honestísimo, muy de derechas, trabajador, rico…, pero un horrible pelmazo, tiene una familia ultraburguesa, de provincia del Norte; los muebles de su casa son horrorosos; el respeto a la tradición, inaguantable, y la vida que lleva, por tanto, es suntuosa y triste. El otro es un artista, un bohemio, y así como el uno lleva el germen del aburrimiento en su ser, el bohemio lleva la alegría, la naturalidad, la falta de preocupación por la etiqueta y en definitiva un frescor a libertad y a juventud que hubiera podido hacer la felicidad de esta mujer si no fuera porque esta, por una serie de circunstancias casuales y desgraciadas, se había casado con el otro».
Al igual que en El baile, de nuevo observamos una trama construida en torno a tres personajes principales: una mujer, Mercedes, interpretada de nuevo por Conchita Montes, y dos hombres, el burgués de provincias, Ramón (Guillermo Marín), y el artista bohemio, Miguel (Rafael Durán). Y para reflejar estas dos vidas, la que fue y la que pudo llegar a ser, utilizará como narradora a una adivinadora del pasado, Madame Dupont (Julia Lajos), que abrirá los ojos a la protagonista para que la próxima vez que se le presente la posibilidad de ser feliz no deje escapar esa oportunidad que siempre nos brinda el destino.
Partiendo de esta premisa argumental, esta original comedia se desarrollará a través de continuos flashback, donde irán superponiéndose la narración de la adivinadora conforme a lo que pudo haber sido la vida feliz de Mercedes si hubiera escogido el taxi de Miguel y la narración de la protagonista recordando apesadumbradamente la aburrida vida que llevó con su difunto marido, Ramón. Y todo ello revestido del humor más nevilleano para hacer de esta oda al azar un entretenido juego fílmico construido a partir de múltiples capas narrativas.
Tras el éxito que supuso la película, en 1959 decidió llevar esta historia a los escenarios en una labor que constituía una de las adaptaciones más meritorias de la historia del teatro español. La gran complejidad con que se revestía la película, donde no solo se juega con el presente y el pasado sino también con ese otro pasado que pudo haber sido, representaba un gran obstáculo para su posterior adaptación a un género, tan restringido espacialmente, como es el teatro.
De este modo, con la labor encomiable de Claudio de la Torre, se consiguió transformar el guion cinematográfico originario en una obra en dos actos y epílogo. El enorme dinamismo y rápido ritmo de la película se pudo superar en la obra de teatro a través de un inteligente juego de telones, tal como describe Ramón Rozas Domínguez: «Según la crítica del momento esto se logró mediante la aplicación de una técnica de revista que agilizaba los diferentes cuadros, además la diversidad de situaciones se resolvía mediante una serie de telones que se correspondían con las dos especies sociales a confrontar, denotando así el cambio de la una a la otra, el telón del aburrimiento y el telón de la alegría en los que aparecían dibujados diferentes elementos identificadores de ambos mundos».
Además de este inteligente juego de telones, se recrearían diferentes decorados donde se desarrollaban las escenas en la casa de provincia, la floristería, la habitación del hotel, etc. Todas ellas van sucediéndose mientras Mercedes, delante del telón y dirigiéndose al público, va relatando las vicisitudes de su increíble historia. Indudablemente, también debieron introducirse numerosos cambios en la propia historia, aunque siempre manteniendo el tronco central de la trama.
Así, por ejemplo, la conversación entre Mercedes y Madame Dupont no se desarrolla en un tren sino en la casa de su difunto esposo o el modo en que la protagonista se reencuentra con Miguel al final de la obra dicta mucho del original. Mientras que en la película este hecho acontece en la Estación de Atocha, en la obra de teatro ocurre en un moderno piso del centro de Madrid, donde Mercedes y Miguel coincidirán como vecinos. A pesar de los cambios obligados, la obra de teatro conservará todo el buen hacer de la película manteniendo la finalidad última con la que Edgar Neville creó esta historia: hacer reír al espectador mientras que le hace reflexionar.
El tema de la fortuna será también recurrente, pero esta vez desde su máxima faceta cómica, en La ironía del dinero (1955), donde se relata a partir de cuatro historias independientes cómo el azar puede aliarse irónicamente con una persona para hacerlo rico de la noche a la mañana. Un filme, coproducción hispano-francesa, que no llegaría a las altas cotas de calidad que alcanzaría con La vida en un hilo, su gran obra maestra.
Puedes ver ‘La vida en un hilo’ aquí.
Adolfo Monje Justo (@adolfo_monje)
