El reparto y alguna solución inesperada dan personalidad a una serie demasiado previsible y llena de clichés para el oficio de quienes están tras ella
Las de la última fila son cinco amigas de infancia que se marchan una semana de viaje juntas a Cádiz. Una de ellas tiene cáncer, así que pactan raparse todas la cabeza, no mencionar cuál es la enferma y plantearse una serie de retos, cosas que harían si supiesen que les queda poco de vida. La semana que pasarán juntas, repleta de alcohol, un poco de droga y algún que otro ligue les descubrirá nuevas cosas sobre sí mismas y sobre sus amigas que desconocían.
La primera serie de Daniel Sánchez Arévalo no está muy lejos del cine de Daniel Sánchez Arévalo. Aunque es tierna, bonita de ver y entretenida, resulta mucho más genérica que sus propuestas con un envoltorio similar, del tipo Primos o Diecisiete. La novedad del protagonismo femenino no compensa que aquí casi todo es mucho más tópico. Al menos la estructura narrativa está más cerca de Gordos y se atreve con soluciones que ni sueñan los productos de Netflix a los que se termina pareciendo.
Las de la última fila es una serie que aunque, en general, es buena, porque todo el que trabaja aquí tiene mucha intención y saber estar, descarrila de vez en cuando de tan intensa y reflejo de la vida que quiere ser. No pasa nada, porque el sentido del humor justifica siempre cualquier cosa y permite que se deje ver, como para ser una de esas miniseries que se beben en una tarde a lo tonto sin darse cuenta. Pero en ella no pasa nada que uno no adivine leyendo la sinopsis o a los dos minutos de conocer a cada protagonista, aunque esté mucho mejor presentado que en Valeria.
Las veces que ya hemos visto Las de la última fila

Hasta cierto punto, Las de la última fila es una obra de teatro de estas que ven las parejas en el centro de Madrid. Refleja situaciones vitales más aspiracionales que reales que el autor imagina para su público objetivo, sus personajes son arquetipos muy obvios y su tono trata de ser agridulce, tratando problemas graves de la vida real con ternura y humor. De remate, progresismo pero sin pasarse: solo una es racializada, solo una es lesbiana, solo una no es normativa, etc. No sabemos de qué trabajan (una es influencer, pero no está claro que le dé ingresos), pero ninguna parece tener problemas de dinero.
Vale, quien escribe y dirige esto es Daniel Sánchez Arévalo, así que los diálogos suenan naturales y la forma de presentar ciertos topicazos, intolerables en otro autor, busca darles un giro inesperado. Pero es que hasta el macizorro de turno que se liga una de ellas es de manual: hippie pero formal, atento pero no invasivo, atrevido pero no asqueroso, comprometido pero respetando sus tiempos… Vale que está al servicio de la trama de ella, pero parece lo que entiende por fantasía femenina un tío de los que dicen «claro, no ligo por soy buen chico, siempre me toca mejor amigo». Porque esta es la clase de historia «para ellas» escrita por un onvre en la que los señores cishetero o son perfectos o son maltratadores, sin que a nadie le huelan los pies o conteste mal porque tiene un mal día.
Parte de la gracia de Las de la última fila, se supone, está en imaginarse quién es la enferma, dato que se hurta hasta el final del último episodio y con el que se hacen muchas trampas, pero acaba siendo la opción más facilona. Los conflictos personales de cada una se creen más originales y provocadores de lo que son. De hecho, al menos dos, los de los personajes que están en relaciones heteronormativas al empezar el sarao, se están explotando tanto en otras producciones que van a dejar de significar nada para quedarse en simples clichés.
Todo bien… para ser lo mismo de siempre

Que a ver, que todo en Las de la última fila está bien hecho. Los párrafos de antes, aunque me haya pasado de frenada para que se capte el concepto, significan que los dramas son cercanos y empatizables. El reparto está muy bien elegido cada una en su rol, tanto que de hecho a veces le prestan el carisma a personajes cuyas caracterizaciones cabrían en una servilleta. Y hasta se incluye un personaje secundario que aparece solo para decir que al que le gusten estas dinámicas de grupo de eterna adolescencia bien, pero que habrá quien no y que se pueden hacer tan opresivas como otras que presuntamente previenen. Eso indica un grado de autoconsciencia que ya quisiera «serie random de Netflix #43».
Así, tenemos unos cuantos juegos temporales o de puesta en escena que arreglan lo que de otra forma serían escenas aburridísimas y las actrices dominan los registros de sus personajes para darle vida a cada diálogo -Mariona Terés, reina del martes santo, el barrio entero para ti-. Quizás reprochar aquí que algunos giros para despistar sobre los misterios centrales son más artificio que motivos narrativos reales. Acabamos viendo tres versiones de una misma conversación y solo una vale y tiene sentido, pero las dos anteriores no cuentan nada nuevo sobre los personajes, solo sirven para despistar.
Las de la última fila está bien, está muy bien, pero ya la hemos visto miles de veces de muchas maneras y tiene todos los defectos de esa clase de ficción que uno se imagina al leer el argumento, aunque le meta alguna resolución original. No está a la altura de las propuestas de su autor capaces de romper con esquemas del tipo de los que reproduce aquí, como la ya citada Gordos o La gran familia española. Películas que se reían de las expectativas del espectador, de manera que cuando lo hacían sentir bien, la experiencia era genuina, no prefabricada. Que es el problema de los personajes y sus cuitas, Netflix mediante, que por tiernos que sean, acaban pareciendo de cartón piedra.
Imágenes: Las de la última fila – Netflix
