De ‘Tras el cristal’ a ‘Aro Tolbukhin’, las primeras películas del cineasta mallorquín son todavía hoy paisajes turbulentos del alma humana
Cuando se cumplen dos meses sin Agustí Villaronga, fallecido el pasado 22 de enero de 2023 en Barcelona, llega a las salas de cine Loli Tormenta, una obra póstuma que aborda la cuestión de la enfermedad degenerativa, el Alzheimer, desde lo luminoso y lo cotidiano. Para alguien que cimentó su trayectoria creativa reflexionando sobre el mal desde los pantanos de lo siniestro se trata a todas luces de un giro copernicano: una última película por cuyo tono, cercano y esperanzador, tal vez quería ser asimismo recordado.
Regresar a las obras de Villaronga previas a Pa negre (2010) supone, no obstante, bucear en un corpus tan perturbador como absorbente, entre una idea de lo autoral y los relatos de terror. Para Pilar Pedraza, escritora, crítica y responsable de un monográfico sobre el autor de 2007 que es ya un clásico, la película Aro Tolbukhin. En la mente del asesino (2002) supuso un antes y un después en la trayectoria del cineasta, aunque hoy tal vez sea más adecuado señalar la cinta por la que ganó su único Goya a Mejor director en 2011 como su verdadero punto de inflexión.
Villaronga, dice Pedraza, «es un caso característico y a la vez radicalmente personal en el panorama del cine europeo y español de los años ochenta en adelante». La escritora, una de sus más firmes reivindicadoras, defiende al cineasta en calidad de «autor» y a la vez como «deudor del caudal genérico del cine». Las más destacadas de sus primeras obras, sin duda, están apuntaladas en esa dualidad, con un pie en los ambages temáticos del cine de género y con otro en las formas y la sensibilidad del concepto de autor, en tanto que responsable absoluto de sus películas.
Villaronga, creador a contracorriente

Violencia, relaciones de poder, mundos siniestros y un erotismo turbador son algunas de las constantes de los filmes más significativos de este creador a contracorriente. Ya con Tras el cristal (1985), su debut en el largo, Agustí Villaronga, licenciado en Historia del Arte y formado en el ámbito del teatro como actor y director artístico, dejó claras cuáles eran sus inquietudes artísticas: «Allí volqué la infancia, los mundos obsesivos, la crueldad y la poesía que luego la crítica ha asignado a mi cine», contaba en 2004 en una entrevista en El Cultural.
Su ópera prima le mereció el calificativo de enfant terrible del cine español, al tratar temas como la pedofilia, el nazismo y la fascinación voyeurista por el mal, pero en aquel ejercicio, hoy celebrado como una obra de culto y que está disponible en Filmin, más allá de la suma de elementos escandalosos habita una emoción cinematográfica inaudita, sorprendente incluso para los estándares actuales.
Extraña historia ambientada en la posguerra europea sobre la relación entre Klaus (Günter Meisner), un antiguo médico nazi, y Ángelo (David Sust), un muchacho aparecido de la nada que se convierte en su cuidador, ya que Klaus se encuentra inmovilizado en un pulmón de acero, Tras el cristal explora desde el lirismo la dialéctica del verdugo y la víctima. Su arranque no puede ser más significativo: un primerísimo plano de un ojo oscuro parpadeando, el ojo de una víctima, al que enseguida le da la réplica el ojo mecánico de una cámara fotográfica como contraplano. Un juego de miradas, una pasiva y la otra, activa, una víctima y un vampiro.
Fábulas perversas

David Sust repitió como enigmático adolescente en la siguiente película de Agustí Villaronga, El niño de la luna (1989), que compitió en el Festival de Cannes de aquel año pero que, sin embargo, no salió bien parada en términos comerciales. Se trata de una producción más ambiciosa, con Julián Mateos —que habría producido Los santos inocentes (1986), de Mario Camus, y Viaje a ninguna parte (1984) de Fernán Gómez— como inversor y con un plantel interpretativo bastante curioso. Lisa Gerrard, cantante de la banda de world music Dead Can Dance, tenía un papel protagónico, y Lucia Bosé también formó parte del elenco.
El niño de la luna, sobre un niño adoptado por una secta pseudocientífica que emprende un viaje iniciático para cumplir su destino, llegó a recibir un Premio Goya al Mejor Guion Original, además de una nominación a Mejor Director para Villaronga, pero la poca recaudación de taquilla y la incomprensión de la crítica decepcionó al productor. «No hay en el filme verdadera escritura de cine», dijo sobre la cinta Ángel Fernández Santos, el entonces crítico de cabecera de El País, en su presentación en mayo del 89 en La Croisette.
Con todo, El niño de la luna, disponible en FlixOlé, daba continuidad a una línea creativa sobre las fabulaciones perversas desde la mirada de una infancia corrompida que el mallorquín fue trabajando de manera más intermitentemente de lo deseado a lo largo de su trayectoria. «Los niños de Villaronga son personas y están en la línea dura rosselliniana más que en la blanda de De Sicca. Se apedrean, matan, son asesinados ante nuestros ojos, se suicidan», dice Pilar Pedraza. Su cuarto largometraje de ficción, El mar (2000), es, de sus obras, la que mejor vehicula todas estas inquietudes. Para Pedraza, se trata de «la más bella y compleja de las películas de Villaronga».
Basada en la novela homónima de Blai Bonet y a concurso en la Berlinale, El mar, disponible en Filmin, es la historia de Tur y Ramallo, dos niños que luego se convierten en jóvenes marcados para siempre por un pecado original. Situada en la posguerra en el sanatorio antituberculoso de Caubet (Banyola, Mallorca), adonde llega Ramallo y lugar en el que se reencuentra con su antiguo amigo, el filme de nuevo reflexiona sobre las relaciones de poder e incorpora la idea de la enfermedad como elemento corruptor de los cuerpos. «La sangre siempre es escandalosa, pero uno se acostumbra», dice Mur a Ramallo, en un momento que resonará a lo largo de la película.
Declinaciones contemporáneas del mal en las películas de Agustí Villaronga

El universo cinematográfico de Agustí Villaronga se ha forjado en el ámbito de la fábula siniestra, pero su filmografía cuenta con dos filmes que, desde posiciones más o menos adscritas al género de terror, nos hablan de las declinaciones contemporáneas del mal. 99.9 (1997), protagonizada por María Barranco, Terele Pávez y Ruth Gabriel, y con la fotografía de Javier Aguirresarobe, es la primera de ambas, un misterio de matices sobrenaturales desarrollado como un trabajo de encargo y no como una película surgida de la matriz creativa de Villaronga.
Tras la desafortunada experiencia de El pasajero clandestino (1995), basada en una novela de Georges Simenon, Villaronga trabajaba por primera vez sobre un guion preexistente, obra de Lourdes Iglesias y Jesús Regueira, para enmarcarse, a priori, en la tendencia del terror español de entre milenios que tuvo a El día de la bestia (Álex de la Iglesia, 1995) como punto de partida. A pesar de una premisa no demasiado novedosa, el extraño asesinato de la pareja de una conductora de un programa radiofónico sobre fenómenos paranormales, pronto la cinta nos descubre que sus intenciones van por derroteros muy distintos a los de contemporáneos como Jaume Balagueró en cintas como Los sin nombre (1999).
99.9, disponible en FlixOlé, es una especie de cuento popular moderno con «una mirada distante y morbosa a la llamada ‘España profunda’, dominada por la superstición, el fanatismo religioso y un primitivismo sombrío», en palabras de Antonio José Navarro. Para el crítico Roberto Curti, esta obra de Villaronga representa un puente «entre dos fases del cine fantástico español (las fórmulas narrativas que dominaron el género hasta principios de los años ochenta y el enfoque cinéfilo y seguro de sí mismo de los cineastas más jóvenes), así como su superación, al mostrar una nueva vía para el género». Como sus anteriores películas, tampoco fue comprendida del todo.

Mejor acogida tuvo, finalmente, Aro Tolbukhin. En la mente del asesino (2002), nominada a la Concha de Oro en el Festival de San Sebastián de 2002 y punto de inflexión en la carrera del director. Dirigida a seis manos por Isaac Pierre Racine, Lydia Zimmermann y el mallorquín, la obra mezcla las formas de la ficción y de la no ficción, entre material de archivo en diversos formatos y colores —vídeo digital, S8, 16 y 35 milímetros—, para adentrarse en la psicología de un preso en la Guatemala de los 80, acusado de quemar vivas a siete personas de un hospicio, entre otros crímenes.
Construida desde las convenciones del documental, este puzle experimental y apasionante enseguida convenció en su presentación en San Sebastián. «Aro Tobukhin destila el pronunciado e intrincado flujo del estilo —y del golpe de algunas de las obsesiones que lo pueblan— de Agustí Villaronga», escribió Fernández Santos entonces. Aún hoy, disponible en Filmin, la película mantiene inalterable su energía y su aspecto casi visionario en tanto que dispositivo que expone todo ese mal que escondemos dentro. «Ahora, sometidos a una globalización donde el budismo coexiste con el bombardeo ilegal a países que a su vez son un polvorín», señala Pedraza en su ensayo, «parece que el mundo multiforme de Aro Tolbukhin es el único posible».
